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Un poeta con voz y mundo propios

Manuel González Sosa ocupa un lugar destacado tanto en la poesía insular canaria como en la poesía española de su tiempo

Manuel González Sosa en el cementerio del Testaccio (Roma) en los años setenta. E. D.

Tuve el honor y la suerte de conocer personalmente a Manuel González Sosa en uno de mis viajes familiares a Las Palmas de Gran Canaria, donde coincidí con él varias veces. Yo tenía su breve antología titulada A pesar de los vientos, que había publicado la Biblioteca Popular Canaria de Taller Ediciones JB en 1977, y cuya selección permitía advertir la voz de un poeta, pero no lo mejor de la misma. Lo mejor vino con sus Sonetos andariegos, publicados en la colección Las Garzas, La Laguna, en 1992, y del que conservo un ejemplar dedicado y la tarjeta que figura en su interior: Manuel González Sosa; su dirección: Cirilo Moreno, 1, 6.º B, Las Palmas de Gran Canaria, y su teléfono. Sus Sonetos, más que su antología, me hicieron atisbar la verdadera dimensión, naturaleza y esencia de su obra. En la antología había vislumbres como el segundo movimiento de Telediario; la escritura delgada de A una voz en vigilia, dedicado a P(edro) G(arcía) C(abrera); Epitafio, que podría relacionarse con Cementerio de Morette-Glière de Poemas a Lázaro, de José Ángel Valente, y sus retratos de Alonso Quesada y Jorge Oramas, que ya en sus primeros versos mostraban una de las formas expresivas más caras a su autor. Me refiero a Rostro no; sólo máscara o «No apetito de luz: una risueña / exhalación de luz en carne y tiempo, / y en ojos generosos que poblaban / todo de mediodía». Lo que aquella antología potenciaba eran los poemas de temática más próxima a la de los poetas de posguerra, caracterizados por su compromiso político-social. En la poesía de Manuel González Sosa dichos temas están presentes, pero su tratamiento es muy otro, como lo es también su visión existencial del tiempo («la diminuta lágrima del Tiempo» es un verso suyo), que, junto con su tono de reflexión moral, lo aproxima, más que a los poetas de su generación, a los de la siguiente: los del 50, con los que no es difícil advertir algunas confluencias. Por todo ello pienso que Manuel González Sosa no es un caso aislado en nuestro panorama de posguerra, sino que –como Vicente Gaos, el grupo Cántico de Córdoba, o Manuel Álvarez Ortega– es un poeta con voz y mundo propios, que escapa –tal vez por ello mismo– a las apresuradas –cuando no malintencionadas o mediocres– clasificaciones a las que tan dados son nuestra deficiente historiografía literaria y nuestro cada vez más mostrenco mundo intelectual.

La lectura de su Poesía completa ha supuesto una grata sorpresa para mí, que he visto ratificada mi primera impresión –la de finales de los setenta y principios de los noventa del pasado siglo– y confirmada también mi sospecha –no sólo de entonces– sobre las valoraciones y clasificaciones hechas por nuestra historiografía literaria. En la obra de Manuel González Sosa hay –junto a una devoción por el soneto, que sí es rasgo distintivo, pero no exclusivo, de una determinada época, y una asimilada lectura tanto del 98 (Unamuno y Machado) como de Góngora («cela en su voz el mar, el ave, el viento» o «ni de las gemas brota, ni del oro»), del 14 (Juan Ramón) y del 27 (Alberti, Diego, Salinas, Aleixandre, Altolaguirre) y también de Rilke– una decidida voluntad de escritura abierta hacia Hispanoamérica, como prueban sus poemas de viaje, las citas de José Martí, Pablo Neruda o César Vallejo y los indigenismos que su léxico recoge; una obsesiva insistencia en el vocablo «sueño» y en el verbo «soñar» que hay que poner en relación tanto con los románticos europeos como con lo que él mismo llama «codicia de distancia», que constituye un guiño en sí, como lo es también ese «crucificar el vuelo es su destino», significativamente fechado en 1946; Mujer descalza podría remitir a Mujer con alcuza de Dámaso Alonso; en los tercetos del soneto dedicado a san Juan de la Cruz hay reminiscencias claras de Horacio y su carmen a la «Fons Bandusiae»; se observa una creciente tendencia al encabalgamiento y a la indagación y experimentación en y de las formas fijas. Pero lo que más llama la atención es su proceso reflexivo: ese meterse «dentro / de los ojos que piensan»; esas gradaciones económicas: «sueños, lágrima oculta, dicha efímera»; el magistral uso de la décima, que poco o nada le debe a la de Jorge Guillén; o la utilización del monólogo dramático en Epiménides de Cnosos. Las garzas me parece uno de sus poemas más logrados porque creo que se ajusta por completo a lo que su autor quería hacer y que, por ello, podría servir de clave de toda su poética. Dotado para la percepción del tiempo tanto como para la del espacio, su «paisajismo» –si así puede denominarse aquella parte de su obra dedicada a dar forma a la percepción (instantánea o no) de distintos lugares– y sus excelentes Entrevisiones, conseguidos poemas en prosa, con ecos de Unamuno, Azorín y Miró, pero todos ellos con una indiscutible impronta propia, en las que se plantea –como Aristóteles– el problema de la verdad poética, y en los que se conjugan una retina de pintor con una sensibilidad y expresión de poeta, los considero textos de altura tanto poética como metafísica. Lo mismo podría decirse de la serie titulada Contraluz italiana. Sólo me ha extrañado no ver incluida su versión de Noche y muerte de Blanco White, publicada en el suplemento Archipiélago Literario del diario Jornada (Santa Cruz de Tenerife, 4 de mayo de 1991).

Creo que Manuel González Sosa ocupa un destacado lugar tanto en la poesía insular canaria como en la poesía española de su tiempo: un lugar que habría que situar cronológicamente a medio camino entre la generación a la que por edad pertenece y la del 50, que la siguió. Por una parte, coincide con aquellos en el tratamiento de algunos temas; por otro, se aparta de estos tópicos, al evolucionar tanto en temas como en formas hacia un espacio textual diferente, que tampoco es por completo el de los autores de la generación siguiente. Considero, pues, que González Sosa posee un universo mental suyo propio, ajeno al dramatismo y la gesticulación tremendista, pero que escribe una poesía de denuncia con sello personal y que ensaya otras formas de poetización afines con su filosofía existencial y sus preocupaciones metafísicas, y que ello se traduce en una escritura no menos singular. Más que en una «tierra de nadie», en la que ni estuvo ni debe estar, habría que englobarlo dentro de un capítulo entre los poetas del 40 y del 50, sin ser del todo de ninguno de ellos y sin dejar de pertenecer por completo a ninguno de los dos. «Otros poetas de posguerra» podría ser su título, si no fuera tan arbitrario como insuficiente para definir una escritura como la suya y como la de otros que en muchos aspectos parece más significativa que la que los manuales de dicho periodo suelen mostrar.

Más que poseer hoy «una imagen justa y precisa de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX», creo que lo que tenemos o estamos en condiciones y vías de tener es una imagen más completa —es decir: más ajustada y amplia— de una realidad histórica antes limitada y, por ello, distorsionada, y que ahora convendría objetivar. La historiografía literaria dispone del ingente Schriftum que en las últimas décadas ha ido rescatándose y que introduce en la anterior visión del conjunto elementos nuevos cuya valoración afecta a la de todos los demás. Y, como dice Hegel, «sólo es verdadero lo total».

Creo que un poeta que —por las circunstancias que sea— ha quedado durante décadas fuera de la mirada de los estudiosos, una vez su obra ha sido reunida y editada, debe ser objeto de estudio en igualdad de condiciones con todos los demás. De lo contrario, la historiografía literaria sería una serie de compartimentos cerrados y no continuamente abiertos, que es como deben estar.

Jaime Siles es poeta, crítico y catedrático de Filología Clásica en la Universidad de Valencia.

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