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Prusia roja

Yuri Buida es digno heredero de ese capote de Gógol del que toda la literatura rusa procede

Gracias a Carpentier y a sus epígonos supimos que existía lo real maravilloso, esa indeleble marca de agua aplicada a un continente, América en este caso, donde se tendían la mano un ingrediente ontológico, el de un cosmos exuberante, que a menudo obligaba a romper los corsés del lenguaje para aprehenderlo, y un sustrato gnoseológico, el de un conocimiento arcano que se revelaba a través de la leyenda, la belleza o la violencia. Y supimos así mismo, en virtud de sus muy variadas encarnaciones, que existía el realismo socialista, esa voluntad identitaria, dirigida a abundar en la conciencia de clase, que sobremanera la experiencia soviética cifró en manifestaciones poliédricas como el muralismo pedagógico, el brutalismo arquitectónico o cierta música sinfónica. Lo que desconocíamos, al menos hasta leer La novia prusiana, de Yuri Buida, es que era posible un matrimonio bien avenido entre una realidad maravillada y maravillosa, donde todo o casi todo puede suceder, y la cotidianidad del statu quo soviético, o al menos del statu quo surgido de uno de los grandes hitos de lo soviético, la victoria sobre Alemania tras la Gran Guerra Patria y la reconquista de Prusia Oriental como parte integrante del mapa rojo.

Por eso la lectura de los 46 relatos que conforman este libro audaz, hilarante y patético a la vez, exigen del lector un equilibrio que no siempre es sencillo mantener. De un lado, nos asaltan los espacios y los caracteres de un paisaje y de un paisanaje muy preciso, como son la fábrica y el sóviet, la comunidad y el proletariado agrícola, los distintos rostros e iconos del estalinismo; del otro, encontramos el tamiz de un universo mágico, ambiguo, felizmente irracional, poblado por espíritus y por brujas, por personajes hoffmannianos, reflejado en quermeses y en ordalías que se suceden sin sosiego. De hecho, para penetrar en este gran libro, quizá no sea inútil acudir al arte de otro extraordinario artista nacido de la convulsión de 1917, aunque contemporáneo a ella. Me refiero a las pinturas de Marc Chagall y a sus judíos verdes, a sus novias voladoras, a sus pueblecitos de mil colores y otros tantos prismas deformados, esa aventura pictórica capaz de capturar en una sola superficie la sobriedad y la extravagancia, el pan y la fantasía, lo cotidiano y lo eterno.

Relatos como Labios azules, La gata tiene nueve muertes o Stiopa Marát poseen ese fecundo, insólito aroma chagalliano que se mueve entre la ingenuidad y la locura, y al leerlos se comprende que Buida es un maestro de la literatura entendida como expresión de la pura libertad, tanto formal como temática, algo que ya pudimos comprobar en las dos obras previas traducidas por Automática, Helada sangre azul y la prodigiosa El tren cero. Si el lector no conoce esas obras, hallará aquí una oportunidad inmejorable para adentrarse en la escritura de un autor formidable, digno heredero de ese capote de Gógol del que alguien, quizá Dostoievski, quizá Dios o quizá el Diablo, advirtió que toda la literatura rusa procedía.

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