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Antonio Puente Escritor

Antonio Puente: «No ha habido tanta desconexión entre individuo y sociedad»

«No ha habido tanta desconexión entre individuo y sociedad»

Cuenta con un título universitario en cada uno de esos tres ámbitos, y «al final todo se mezcla», matiza, Antonio Puente (Las Palmas de G. C., 1961). Su último libro es una miscelánea de ensayos y semblanzas de casi 400 páginas sobre los «desconcertantes y aciagos» primeros lustros del presente siglo, con prólogo del filósofo Francisco Jarauta. «Vivimos un periodo de postpensamiento, de cambios sin modelos de recambio, y con cierta nostalgia respecto a los últimos 20 años del XX, que acaso han sido los más boyantes e ilusionantes de la historia contemporánea», define. «Ya no se sabe muy bien dónde están las fronteras entre los medios y los fines y entre los efectos y las causas. En lo más analógico, vivimos entre fotocopias desleídas que han perdido su original».

¿Cuál es el significado del título de la obra, El sol en el suelo?

La imagen alude a una desolación generalizada, con pléyades de gentes que caminan desorientadas. Dedico uno de los primeros ensayos a la evolución del mito de la Caverna de Platón, que pegó fuerte como metáfora de finales del XX, en busca de la salida hacia el esplendor solar del exterior. Pero hoy ese sol son sombras en los suelos y paredes de la caverna. He querido recomponer algo así como un rostro de época. Me interesaba sondear los cambios de paradigma entre ambos siglos, y lo que se observa son regresiones en ámbitos esenciales. Lo que antaño eran medios de vida, como el trabajo o el contacto con los afines, hoy se convierten en fines en sí mismos, como si viviéramos 24 horas al día en un bazar chino, y wasapeando afectivamente con gente a la que no vemos en persona. Una de las conclusiones es que, desde la Transición, nunca se había dado tanta desconexión entre individuo y sociedad como en los últimos lustros.

¿Qué ha ocurrido en España para que se le haya perdido el respeto a la Transición? ¿Somos un país capaz de mortificarse a sí mismo por los siglos de los siglos? ¿Y en qué medida está incidiendo la Covid? Decían que nos convertiría en mejores personas…

El problema es que llevamos demasiado tiempo intentando resolver el presente como para pensar en el futuro. En las últimas décadas del XX, se hablaba con fruición del programa 2000, como una suerte de panacea o tierra prometida, y hoy, sintomáticamente, ni siquiera se utiliza la palabra milenio. Ahí nos quedamos empantanados, en una especie de esclusa o No man’s time, muy fácil de sintetizar: primero la burbuja, que no fue sólo inmobiliaria; luego el austericidio y, cuando andábamos en plena recuperación, el mazazo de la Covid, que lo que ha hecho es hiperbolizar y polarizar los comportamientos, como un zoom que hace más visibles cualidades y cabreos. En todo caso, la Covid ha globalizado los problemas internos. Los novecentistas, a principios del XX, saludaron con entusiasmo la superación del siglo precedente, ideando, incluso, el término peyorativo de ‘decimonónico’. En cambio hoy cambiamos sin modelos de recambio. La Transición, y sobre todo su consumación, la fiesta colectiva del 28-0 [28/10/ 1982, cuando Felipe González arrasó con su primera mayoría absoluta] sigue siendo un referente. La cuestión es que estamos viviendo un período de final de las genealogías. La gente se aferra a conservar lo mucho o lo poco que tiene en un presente omnímodo. Y ya no parece interesar tanto cómo las cosas llegan a ser lo que son, sino cómo justificarlas sobre la marcha. Así, los efectos anteceden a las causas y los fines a los medios, que se buscan a medida, de usar y tirar…

El arranque de su libro es la caída de las Torres Gemelas, ¿por qué el espectáculo del desmoronamiento de estos dos símbolos de un modelo de vida ha acabado, finalmente, por devorar el debate ideológico sobre la necesidad de un mundo diferente?

Por ese final de las genealogías. Lo ilustra muy bien el nuevo anuncio de Coca-Cola, que es siempre un referente sociológico. Se ve a un apuesto joven y a un primitivo, al que le dice: sólo nos separa una cocacola… No interesan ni las genealogías ni la memoria intrahistórica. Ello es debido a esa desconexión con un centro de gravedad social, cada vez más difuminado. El libro abarca los 20 años que van desde el derrumbe de las Torres Gemelas a la extensión de la Covid, que deberíamos llamar ‘transpandemia’; y en el ecuador, la catástrofe nuclear de Fukushima, de 2011, que selló el declive de Japón por China en la hegemonía mundial. Estaba en imprenta cuando han resurgido los talibanes, lo que ha supuesto una vuelta a la casilla de salida, casi al día después del 11-S. Es seguro que el dron de un extrarrestre no atinaría a distinguir las causas del fuego sobre las Torres Gemelas de, por ejemplo, las del volcán de La Palma. La mezcla de catástrofes naturales, accidentales o intencionadamente provocadas por la mano del hombre, igual de pródigas en el período, provoca mucha incertidumbre y superchería atávica, que hace cada vez más difícil detectar quiénes manejan de veras los hilos del poder. A finales del siglo pasado, se decía que el poder político era, en cierto modo, rehén de los poderes financieros y mediáticos, pero hoy éstos aparecen también disgregados. Sobre todo los medios convencionales, y desazona saber que lo que diga un político en su cuenta de twitter tiene más repercusión que en una amplia y reflexiva entrevista de fondo en papel de periódico.

Dedica una sección a semblanzas de escritores y pensadores de relieve del último cruce de siglos, ¿en qué continúan siendo vigentes?

El interés primordial del libro es analizar los cambios de paradigma de finales de un siglo a comienzos del actual, que ha sido definido, justamente, por Zygmunt Bauman como ‘posparadigmático’. En uno de sus últimos escritos, afirmó, apesadumbrado, que el progreso tal vez ha dejado de ser un asunto colectivo para convertirse en una arriesgada aventura individual, y uno se pregunta si su famoso cuño de la ‘sociedad líquida’ podría dar paso a una suerte de ‘sociedad liquidada’. Con él, acaban de desaparecer también pensadores de la talla de un George Steiner, que alertaba sobre la banalización de la escritura actual, o Umberto Eco, que en su último libro, A hombros de gigantes, se pronuncia contra la peligrosa hipertrofia de la cultura digital. Argumenta lo inadmisible de que, a través de internet, ‘la voz del tonto del pueblo vale tanto o más que la del sabio’, y da cuenta de que, por primera vez en la historia —‘sin precedentes’, ese término tan de moda—, el saber de las generaciones maduras resulta irrelevante a las más jóvenes; ni siquiera para su negación dialéctica, que es lo único que garantiza el progreso de las ideas. Lo alterno con planteamientos de pensadores heterodoxos que he tenido la suerte de tener como profesores, como Martín Santos y sus alertas sobre el advenimiento de unas relaciones interpersonales cada vez menos placenteras y más abstractas, a raíz del fetichismo de las nuevas tecnologías. O Agustín García Calvo y su elocuente teoría sobre ‘el progreso-progresado’: que la obsolescencia planeada no estaría sólo en los productos, sino en los sucesivos modelos mismos de progreso, a fin de que caduquen lo antes posible. O, también, Jesús Ibáñez, que vaticinó el final de la sociología cualitativa por la sobreabundancia de las estadísticas rápidas, y señaló ese axioma cada vez más flagrante en muchos ámbitos de que ‘en el país de los ciegos el tuerto no es el rey, sino que en el país de los ciegos, al tuerto le vacían el ojo sano’.

¿Y qué hacer para superar ese pesimismo, que, de hecho, se observa en la calle?

Me limito a describir cambios de paradigma, asuntos que deberían estar en el debate mientras me pregunto por qué no lo están. Está claro que se dan ciertas emancipaciones individuales, inéditas hasta hoy, en la medida en que se rebajan muchas mitomanías para con los centros de poder. Hay signos de solidaridad civil espontánea, como se está viendo con La Palma, y las minorías ganan derechos, pero eso no quita para seguir apostando por la modernidad inconclusa y la voz de las mayorías silenciosas. Es preciso un reajuste hacia un cierto consenso de criterios para que la vida sea menos bronca, y que la tolerancia sea más una empatía que un pasotismo de distancia social desde el ‘¡sálvese quien pueda!’…

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