Jonathan Franzen (Westerb Spring, Illinois, 1959), el autor estadounidense más reverenciado pero también el que más suspicacias despierta por sus ideas -se le ha tachado de misógino, de derrotista frente al cambio climático, de altanero por no bajar a batirse en la arena de las promociones televisivas, de tipo rarito solo preocupado por los pájaros y bastante menos por el destino humano- se asoma a la pantalla de su ordenador para atender a la prensa. Tiene aspecto de cama deshecha. Lógico, si se tiene en cuenta que en Santa Cruz, California, donde se trasladó desde su despacho neoyorquino hace cinco años, se ha despertado no hace mucho. “Es demasiado temprano, me cuesta que me salgan las ideas”.

Y si embargo, se muestra amable y generoso en sus declaraciones. De un plumazo echa por tierra esa imagen de intratable que arrastra. Es sencillamente un hombre que cuenta sus problemas familiares: sus padres se peleaban continuamente entre ellos y tenían al pequeño Jonathan como confidente, lo que fraguó, sospecha, su habilidad para afinar la psicología de sus vívidos personajes. También se ríe de aquellos que le consideran un machista porque “es gente que no sabe leer ficción y la confunde con la realidad”.

Lo de la familia no es nuevo en Franzen, de hecho es lo de siempre en Franzen. Hace 20 años apareció 'Las correcciones', la obra que lo lanzó al estrellato, a la que siguieron ‘Libertad ‘y ‘Pureza’. La segunda de esas novelas le situó en la portada de ‘Time’ bajo el título de ‘el Gran Novelista Americano’. Ahora, soportando esa carga con gravedad, publica ‘Encrucijadas’ (Salamandra / Empùries), con la que inicia una trilogía influido, dice, por la admiración que le despierta su “amiga” Elena Ferrante (¿la conocerá personalmente?).

Medio siglo de transformaciones

Pero, oh, sorpresa. Olviden sus libros anteriores, la novela de Franzen que realmente cuenta la historia de una familia es ‘Encrucijadas’, asegura, aunque situada en los años 70 y abarcando con sus dos continuaciones un arco temporal de 50 años, es inevitable que vuelva a relatar la deriva moral de Estados Unidos. “En este caso me interesaba mostrar cómo las mitologías religiosas que han sostenido el ideario norteamericano se han trasformado en otro tipo de mitologías más profanas a medida que las ideas más progresistas las desbancaban”.

Así, en 1971, en un momento en el que el divorcio empezaba a ser una práctica habitual para los estadounidenses que “dejaron de casarse para siempre”, retrata a un pastor de una iglesia progresista, enfrentado a una crisis matrimonial, y a sus hijos que empiezan a tener dudas existenciales y a coquetear con las drogas. “Nunca he sido muy religioso, pero de joven sí participé en esos grupos juveniles que hablaban de inquietudes espirituales, sin biblias por en medio, con una estructura quizá algo anticuada y un estilo muy californianos y abiertos. Chicos que no querían saber nada de sus padres a quienes se les invitaba a hablar abiertamente de sus sentimientos. Esto fue muy importante para mí como escritor”. El autor confiesa, y leyendo a Franzen es fácil darse cuenta, que pese a que relate una época de drogas, contracultura y 'rock and roll', él, personalmente, no participó de todo eso. 

También se mantiene, como el misántropo amante de los pájaros que es, razonablemente escéptico respecto a lo que nos depare el futuro: “No hago otra cosa que ver a gente que considera que las vacunas son más peligrosas que el coronavirus, gente que cree que Trump ganó realmente las elecciones, pero también en contrapartida hay ilusos que consideran que si todos condujéramos coches eléctricos podríamos salvar el planeta. La conclusión es que cada vez hay más miedo”. Y el profeta Franzen sentencia: “He perdido la fe en el progreso y en el poder de la razón”.