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La dama abnegada

Se cumple el centenario de Deborah Kerr, la estrella escocesa que aportó elegancia, luz y refinamiento al cine de Hollywood

Deborah Kerr y Burt Lancaster en ‘De aquí a la eternidad’, de Fred Zinnemann. E. D.

Desde su debut en el cine estadounidense con The Hucksters (1947), de Jack Conway, una ácida comedia romántica donde compartía los créditos con Clark Gable, Ava Gardner y Adolph Menjou, a Deborah Kerr (Helensburg, Escocia, 1921/ Sulfolk, Reino Unido, 2007) le llovieron los epítetos más gruesos y desorbitados por ese perfil tan aparentemente alejado del prototipo de estrella de la MGM, que sí encarnaban a la perfección otras divas del estudio, como June Allyson, Liz Taylor, Audrey Hepburn, Esther Williams, Grace Kelly o Lana Turner, y con el que afrontó su larga y exitosa carrera en la Meca del cine, siempre bajo el manto protector del omnipotente Louis B. Mayer, figura decisiva para el futuro de su carrera en los USA, tanto en su encumbramiento como en su lento declive posterior bien entrada la década de los años sesenta.

Altiva, distante, fría, desdeñosa, aséptica, inexpresiva (sic)… eran algunos de los adjetivos que le propinó la prensa sensacionalista de la época a su llegada a los Estados Unidos. Desde un principio, su aterrizaje en Hollywood no se vio por tanto con muy buenos ojos, a pesar de que su imagen venía precedida por casi dos décadas de reconocimientos artísticos en su Inglaterra natal con trabajos, tanto en el plano teatral como en el cinematográfico, que ponían de relieve un talento dramático excepcional, aunque su físico, efectivamente, no se ajustara tanto a los cánones femeninos del cine popular de la posguerra, ni todos sus trabajos alcanzaran la excelencia de, por ejemplo, la atormentada protagonista De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, 1953), de Fred Zinnemann, compartiendo reparto con Burt Lancaster, Montgomery Clift y Frank Sinatra; la angustiada institutriz de ¡Suspense! (The Innocents, 1961), la formidable adaptación que hizo Jack Clayton sobre la sombría novela homónima de Henry James; la monja dubitativa de Sólo Dios lo sabe (Heaven Knows Mr. Allison, 1957), de John Huston, junto a Robert Mitchum; la joven preceptora de la corte de Siam de El rey y yo (The King and I, 1956), de Walter Lang, ingeniosa y colorista versión del popular musical de Rodgers y Hammerstein, compartiendo protagonismo con el debutante Yul Brynner; la ingenua y escandalizada turista de La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964), la memorable adaptación de Huston de la obra homónima de Tennesse Williams; la bella y romántica cantante de un club nocturno que encarna, en compañía de Cary Grant, en Tú y yo (An Affair to Remember, 1957), de Leo McCarey; la esposa sumisa y convencional de El compromiso (The Arrangement, 1969), de Elia Kazan, junto a un soberbio Kirk Douglas en el papel de un acomodado empresario hastiado de su entorno social y familiar; la frustrada solterona entrada en años que personifica en Mesas separadas (Separate Tables, 1958), de Delbert Mann, inspirada en la obra mítica del dramaturgo británico Terence Rattigan; la precaria aristócrata inglesa de Página en blanco (The Grass is Greener, 1960), de Stanley Donen, en permanente duelo dialéctico con Robert Mitchum, Cary Grant y Jean Simmons, tres de las estrellas de mayor rango en el Hollywood de los sesenta, o el ama de llaves que lucha contra el ensombrecido clima homófobo en un colegio elitista de Nueva Inglaterra en Té y simpatía (Tea and Sympathy, 1956), del gran Vincente Minnelli, basada en el legendario éxito de Broadway de Robert Anderson, guionista del filme a la sazón.

La actriz, que logró reunir en su currículo algunos de los grandes éxitos del cine inglés desde su debut en la excelente Major Barbara (1940), de Gabriel Pascal, recorrió con talento, destreza y distinción algunas de las páginas más gloriosas de una cinematografía que ya brillaba con luz propia en todo el mundo con figuras tan legendarias como Charles Chaplin, John Gielgud, Cary Grant, Charles Laughton, Michael Powell, Emeric Pressburger, David Niven, Lawrence Oliver, Alfred Hitchcock, Carol Reed, Alexander MacKendrick, Liz Taylor, James Mason, Richard Burton o Lindsay Anderson. Con Powell y Pressburger Deborah protagonizó dos de las perlas cinematográficas más deslumbrantes de la década de los años cuarenta: Coronel Blimp (The Life and Death of Colonel Blimp, 1943) y Black Narcissus (1947), fuentes constantes de inspiración en el tratamiento creativo del color cuyo recuerdo sigue ocupando un lugar privilegiado en la historia grande del Séptimo Arte.

Su otra vertiente profesional, como mero objeto decorativo, pero que, paradójicamente, le proporcionaría sus mayores cotas de popularidad se concreta en títulos tan desiguales como Quo vadis (Quo Vadis?, 1951), de Mervyn Leroy; El prisionero de Zenda (The Prisoner of Zenda, 1952), de Richard Thorpe; La reina virgen (Young Bess, 1953), de George Sidney; Rojo atardecer (The Journey, 1959), de Anatole Litvak; Divorcio a la americana (Marriage on the Rocks, 1965), de Jack Donohue o ¡Prudencia!... prudencia (Prudence and the Pill, 1968), de Fielder Cook, hoy, en su mayoría, absolutamente olvidadas hasta por los más rendidos admiradores de la estrella.

Deborah Kerr pertenecía al tipo de actriz que intentaba amoldar su personalidad, hierática y distante, a los personajes que encarnaba. Lo conseguía con tanta intensidad que, en cada interpretación, causaba el efecto de no hacer ningún esfuerzo por llegar al espíritu del personaje, como si siempre lo hubiese vivido, como si fuera realmente su propia personalidad. Conseguía eso con una gran verdad interior que le permitía expresarse casi únicamente con la mirada y sin tener que acudir al tan socorrido recurso de la sobreactuación (De aquí a la eternidad, El rey y yo, Vivir un gran amor…). La variedad de personajes interpretados revela una gran capacidad de asimilación y una inteligencia poco común que, unida a ella, le hace comprender íntimamente los problemas que viven los personajes y volverlos a vivir como propios.

Bella, dulce y elegante, adquirió durante un tiempo una fama de estrella con cierto sex-appeal, que desvió un poco la atención hacia sus auténticas cualidades artísticas, pero en sus últimos años volvió a ser considerada en su verdadera categoría. Algunas de sus últimas interpretaciones, como Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969), de John Frankenheimer, de nuevo en compañía de Burt Lancaster, no tuvo, sin embargo, aquel frescor que la caracterizaba pero sí conservaba su proverbial aplomo ante las cámaras a través de una mirada que transfería una variadísima gama de emociones con la que imponía, de una u otra manera, su autoridad profesional, ya fuera en el ámbito de la alta comedia, de la que fue una de sus máximas representantes, como en el terreno del drama donde también supo marcar su inimitable estilo.

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