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El futuro, zona cero

Don DeLillo leyó premonitoriamente en el 11S los rasgos esenciales de nuestra era: inestabilidad y miedo

Los ataques del 11S añadieron a la ecuación global el factor de riesgo que le faltaba: si las multinacionales podían expandirse a su antojo y el capital circular sin cortapisas; si la democracia era el principal bien a exportar (o incluso a imponer), sus enemigos, libres de tomar clases de vuelo en Florida, podían traernos a casa cómodamente su producto: el terror. Veinte años después, y dos crisis económicas globales más tarde (la segunda a consecuencia de una crisis sanitaria asimismo global), el factor de inestabilidad, miedo e inseguridad que inoculó en nuestras vidas el 11S solo puede ser visto como el aldabonazo de una nueva era: el futuro en cuyas ruinas (las de las Torres Gemelas) leyó premonitoriamente el novelista Don DeLillo (1936) la voluntad inquebrantable de volver al pasado del yihadismo internacional. (Véase, si no, el reciente regreso al poder de los talibanes en Afganistán, veinte años después de ser desalojados, precisamente, por la furibunda y, a la postre, fracasada reacción de EEUU al 11 de Septiembre.)

DeLillo publicó En las ruinas del futuro en la revista Harper’s Magazine en diciembre de 2001. El ensayo, que ahora reedita Seix Barral en versión de Javier Calvo (la pieza ya mereció una primera traducción de Gian Castelli en el sello Circe en 2002), es una temprana pero lúcida respuesta al colapso de las Torres que la acerada prosa del narrador norteamericano, empeñado desde sus comienzos en la tarea de examinar la historia más reciente de su país (y del entramado islamista, singularmente, en la novela Mao II), templa en un certero artefacto reflexivo que, dos décadas más tarde, todavía conserva intacta gran parte de su potencia.

Pese a su inmenso prestigio, DeLillo tiene también sus detractores. En una ocasión, molesto con el retrato de Lee Harvey Oswald que presenta en su novela Libra (1988), el columnista ultraconservador George Will quiso insultarle acusándole de ser un «mal ciudadano». No lo consiguió porque DeLillo se lo tomó como un cumplido. Y lo razonaba así: cuando «escribimos en contra de lo que representa el poder y, a menudo, lo que representa el Gobierno, lo que dicta la corporación y lo que la conciencia del consumidor ha llegado a significar, en ese sentido, si somos malos ciudadanos, estamos haciendo nuestro trabajo».

Como un mal ciudadano pero un honrado y cabal analista, DeLillo no cede al fervor patriótico que inspiraron los atentados, no entona canciones de venganza; lee en ellos, por el contrario, el último episodio de una pugna mítica: entre tecnología y religión, entre dioses nuevos y extintos, entre atavismo y fascinación por la novedad. Y en aquellos días presididos por el recuerdo del antiguo vicio de linchar («les haremos un juicio justo y luego los colgaremos»), no tiene reparos en reconocer la parte de culpa que le toca a su país: «Fue Estados Unidos quien provocó su furia. […] Fue el ímpetu de nuestra tecnología. […] Fue la fuerza bruta de nuestra política exterior».

Como un aplicado arúspice que examina cenizas en vez de entrañas, DeLillo anticipa una idea del futuro con la que aun podemos estar de acuerdo; un futuro al que (decía entonces, tres meses después del 11S) intentamos poner nombre «no con la esperanza que nos caracteriza, sino guiados por el miedo», pues «el acontecimiento —concluye— ha alterado la textura de los momentos más rutinarios». El «acontecimiento», en diciembre de 2001, eran los ataques, pero hoy podría ser la pandemia de la Covid-19, que ha modificado todavía más nuestras rutinas diarias, y agudizado nuestra percepción de que un cierto mal de la incidencia nos aqueja constantemente.

En las ruinas del futuro, además, avanza otra idea, novedosa en aquellos días, pero de incontestable certeza ahora: la de que determinados acontecimientos, por su crueldad o su desmesura, por su irrealidad, desbordan el medio (televisivo o digital) a través del cual llegan a nuestro conocimiento. Son reales, pero inconcebibles.

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