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A la sombra de la nueva ola

Con la muerte de Jean-Paul Belmondo desaparece uno de los actores más versátiles y cosmopolitas del cine europeo del siglo XX

Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg en ‘À bout de souffle’. | | EFE

Bipolar, como tantos actores de su tiempo, movió ficha tanto en el cine de acción y en la comedia de consumo comme il faut como en el gran cine de autor, generando una copiosa filmografía donde cohabitan decenas de películas de los perfiles más dispares. Fue durante una época el más popular e influyente de los intérpretes galos y, pese a eludir durante toda su vida el siempre tentador mercado hollywoodiense, la meca del cine, al que sí sucumbieron no pocos de sus colegas nacionales, tampoco se limitó, como algunos afirman, a explotar su imagen de hombre duro y guasón sino que desarrolló una carrera profesional, aunque irregular, controlando siempre sus trabajos y siendo palpable demostración de que el actor se transforma en la fuerza vital en ciertas películas si se decide a explotar creativamente el poder que su status le otorga.

Una disciplina que mantuvo durante su larga y exitosa carrera, tanto en sus intervenciones en comedias fácilmente olvidables como en sus trabajos más trascendentales bajo batutas tan competentes como las de François Truffaut, Jean-Luc Godard, Vittorio de Sica, Louis Malle, José Giovanni, Jean-Pierre Melville, Claude Sautet, Marcel Carné, Alberto Lattuada, Mauro Bolognini, Jacques Deray, Alain Resnais, Jean-Paul Rappeneau, Renato Castellani o Henry Verneuil.

Hijo del reputado escultor parisino Paul Belmondo, de quien heredó su pasión por las artes, recorrió en la práctica la casi totalidad de los géneros cinematográficos, exhibiendo siempre una capacidad de seducción inaudita con una figura muy alejada de cualquier prototipo de belleza masculina, circunstancia que no le impediría convertirse, con el paso del tiempo, en un auténtico sex symbol, protagonizando dramas románticos de la intensidad de La sirena del Mississippi (La sirène du Mississippi, 1969), de François Truffaut, junto Catherine Deneuve; Del amor y de la infidelidad (Un homme qui me plaît, 1979), de Claude Lelouch, con Annie Girardot de brillante partenaire; Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959), de Jean-Luc Godard, en compañía de Jean Seberg, o Stavisky (Stavisky, 1973), de Alain Resnais, con guion original y diálogos de Jorge Semprún, compitiendo en este campo con galanes del renombre de Alain Delon y Gerard Depardieu, pese a las notables diferencias que alejan al actor de ambos divos.

Sus encantos residían, al contrario que el de sus potenciales competidores, en la expansiva, espontánea y vertiginosa manera que tenia de actuar ante las cámaras, lo que le facultaba para encarnar personajes tenaces, aventureros y de moral incombustible, como el soldado Adrien Dofourquet de El hombre de Río (L’homme de Rio, 1964), de Philippe de Broca, el Louis de Borguignon de Cartouche (Cartouche, 1961), también de Broca, o el trepidante protagonista de Doctor Casanova (Docteur Popaul, 1972), de Claude Lelouch, héroes a su pesar que seducían a los espectadores y espectadoras de la década de los años sesenta y setenta gracias a la poderosa impronta que desde cierta simplicidad argumental transmitía el veterano intérprete en la pantalla.

El gran Jean Gabin, patriarca incuestionable de la escena y del cine francés durante más de cuatro décadas, llegó a afirmar que si hay un sólo actor en su país que podría heredar su legado artístico ése sería, sin la menor duda, Jean-Paul Belmondo (Nevilly-sur-Seine, 1933/París, 2021). El intérprete, fallecido esta semana a los ochenta y ocho años, mostró, desde sus inicios profesionales a finales de los cincuenta del pasado siglo, una capacidad poco frecuente en su gremio para acomodarse a los personajes más disímiles, “un auténtico camaleón, decía Truffaut, capaz de meterse en la piel de los personajes más diversos con una intensidad y una verdad admirables”.

Michele, el insólito y reflexivo intelectual que coprotagoniza junto a Sofía Loren y Eleonora Brown el soberbio melodrama bélico Dos mujeres (La ciociara, 1960), de Vittorio de Sica, constituye la prueba más elocuente de esa capacidad de la que hablaba Truffaut. Un trabajo que revela claramente el talento de Belmondo para componer personajes dotados de un poderoso mundo interior, muy lejos de los que interpretó en tantas comedias concebidas sólo y exclusivamente para su lucimiento personal durante la década de los setenta y que contribuyeron a consolidarlo como uno de los grandes activos de la industria cinematográfica francesa.

Pero su auténtico impacto como actor de fuste lo provocó su participación en el debut del ingenioso, genial e imprevisible Jean-Luc Godard, una de las grandes figuras fundacionales de la Nouvelle Vague, cuya opera prima, la anárquica, romántica y explosiva Al final de la escapada (A bout de souffle, 1959) figura, y con razón, entre los títulos más emblemáticos de aquellos años irrepetibles en los que Francia se convertiría en el centro de atención de toda la cinematografía internacional. A partir de un guion de su amigo y correligionario Truffaut, y con Belmondo y la malograda actriz estadounidense Jean Seberg como protagonistas absolutos, Godard construye un film noire en el que asistimos al fatídico romance entre un ladrón de coches que acaba de matar a un agente de policía y una joven estudiante norteamericana que decide seguirle en su huida desesperada a Italia.

Con claras connotaciones existencialistas, muy cercana al espíritu que inspiró las mejores muestras del cine negro hollywoodiense, À bout de souffle pasa por ser una de las grandes obras de culto intergeneracional y, probablemente, la película que mejor ha marcado el perfil iconoclasta de este controvertido director y de un Belmondo en perfecto estado de gracia. Pues bien, cinco años después del estreno de esta inclasificable película, Godard volvería a repetir su colaboración con el icónico actor acompañado en esta ocasión por Anna Karina, ex esposa del cineasta y una de las actrices más carismáticas del cine galo desde su sorprendente debut en el filme de Michel Deville Esta noche o nunca (Ce soir ou jamais, 1961), en Pierrot, el loco (Pierrot, le fou, 1965).

De nuevo, el legendario cineasta suizo, que ya empezó a partir de este trabajo, a ser el blanco favorito de los ataques de los sectores más conservadores de la crítica, se cubre con el manto de la nostalgia, sumergiéndose en un relato muy próximo a los ideales que impulsaron algunos de los títulos más emblemáticos del cine negro clásico. Como en Al final de la escapada, Godard aprovecha la estructura narrativa del género y el pesimismo vital que destila el personaje de Belmondo para deslizar en su película innumerables reflexiones que bordean continuamente el nihilismo más inquietante, perfectamente plasmado en ese final, tan inesperado como consecuente, del espectacular suicidio al que se somete Pierrot, rodeando su cuerpo con un enorme cordón de explosivos en esta especie de “epopeya suicida”, en palabras de Fernando Arrabal, con la que el patriarca de la modernidad clausura una de sus grandes obras maestras y con la que Belmondo, muy joven y casi debutante, lograría consagrar su figura como una presencia imborrable en uno de los movimientos de vanguardia más lúcidos y revolucionarios de la historia del cine.

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