Cuando un lector abre las páginas de un libro siempre espera salir enriquecido con la experiencia: vivir situaciones que no va a poder disfrutar o padecer en el mundo real o acceder a conocimientos que pueden resultar necesarios o sorprendentes. Pero a un libro de poesía contemporánea se le debe exigir más. No se le pide, como en otras épocas, que sea música para nuestros oídos o imágenes plácidas para nuestras mentes. Se le reclama, pero también se le ruega e implora, que conmueva y transforme al lector: su manera de pensar, de sentir, de experimentar el entorno que cree que le rodea, de comprenderse como una parte ínfima e insignificante de un universo limitado, de abrir su mente a nuevas dimensiones por las que el ser humano debe transitar como si fluyera en forma de energía, pero por donde no puede viajar con un cuerpo de imperfecta materia. Este es el caso, en mi modesta opinión, de Autogeografía, el nuevo poemario de Julio Gil-Roldán Rodríguez, publicado de forma conjunta por las editoriales Aguere e Idea.

Todo en este libro es excepcional, pero no casual. La primera singularidad es que nace en El azar de una calle cualquiera (y viceversa), la primera obra impresa de este autor y cuya difusión tuvo lugar cinco años atrás, en 2016. Este primer libro físico de prosa poética el escritor ya advierte de sus propósitos desde el primer texto: «Itinerario emocional por mis abismos. Y fronteras, (…) Migas de pan dispersas por los rincones de mi memoria. (...)», Desde la palabra inicial («Mañana...») el autor convierte el tiempo en materia, que en ojos ajenos puede parecer incomprensible: «Puede pasar que, tras intentarlo una y otra vez, tu paisaje no se adapte a mis nubes, o que mi silencio no sepa bailar tu música (...)». En este viaje sin pertrechos siente que «Me bailan furias en el pecho, me abriga una manta de hielo. (…) Hoy he roto todas las reglas con que mido las palabras (…)». Y también avisa: «No puedes luchar contra el tiempo porque estás hecho de él, no puedes luchar contra ti porque llegado el momento te dejarás ganar».

Más adelante, después de observarse desde su interior a través de sus emociones, lanza una mirada a su alrededor y escribe: «No entiendo esa obsesión por elegir tu mejor libro, la mujer que más quisiste, la canción que te marca... ¿Qué hago yo con solo una pieza de un puzle inmenso? Nunca sabré cómo sabía lo que no supe nunca. (…) Recuerda que las palabras son disfraces más o menos fieles de inquietudes, pesares, euforias y universos que nunca conquistará el diccionario. (…) Para los ojos vendados, la desnudez no existe. El pasado es una pieza del futuro. Y no siempre encaja. No siempre a lo aprendido le llega el momento de descubrirse, no siempre lo que perdiste se perdió del todo».

El tiempo, aparentemente invisible pero siempre implacable, va palabra a palabra modelando los textos de Julio Gil-Roldán Rodríguez como una gota de agua persistente pule con dulzura a la piedra más densa, dura y rígida: «Contarte, por ejemplo, que estamos solos al nacer, y solos al morir, aunque estemos rodeados. ¿Conoces esa nostalgia de las cosas que aún están aquí, al echarlas de menos sin que se hayan ido?». Luego, ¿aclara o confunde el autor al contrastar emociones con imágenes o recuerdos de la realidad? «Colgaste de las paredes fotografías que luego apenas mirarías. Y sin embargo notabas su hueco apenas faltaban, como si entre respirar y respirar te faltara un latido, como todo lo que no percibes estar pero cuya ausencia se nota al instante». Al final, las leyes espacio-temporales de la física acaban por imponerse en la realidad, pero en un poemario todo puede ser diferente: «No habremos eliminado el tiempo, pero lo habremos engañado, distraído al menos un poco. Porque siempre que leas esto, lo estarás leyendo en este instante».

Cinco años después, el tiempo ya no es aquel «Mañana», sino papel, «...un cuerpo libre de huesos y piel». Y el tiempo se puede oler, escuchar y tocar: «Hay aromas que se aferran a las paredes y que solo se desprenden con aromas más fuertes. Hay sonidos que, como fantasmas, reverberan hasta que cambias la música (…). Tu hogar no es un sitio, sino un estado con el que viajas dentro. Como tu cabeza que llevas siempre, y que no cambia porque la cambies de lugar».

Los aforismos emergen entre las páginas de Autogeografía como las señales de tráfico y los carteles indicativos en una carretera («Hay señales que no vemos y que solo reconocemos/como tal cuando ya ha pasado el tiempo en que no/supimos que lo eran») o las ecuaciones matemáticas con las que tratamos de entender las leyes de la física («De la nada hacemos mundos y convertimos el mundo en nada»).

La formulación magistral del alquimista de la palabra contiene un extenso y sugerente recetario: «Rara vez nos vemos. Casi siempre nos interpretamos. (…) No hay mejor arma que el humor, aunque a veces los escudos aguanten la risa. (…) Hay cosas que te cambian y cambios que te cosen. (…) Carecer de inquietudes acelera envejecer. (…) El tiempo no tiene antónimo. Su ausencia es imposible. (…) Los recuerdos no avisan a llegar. Ni se despiden al irse. (…) El aprendizaje es una poción cuyo sabor no percibes mientras bebes, sino tiempo después. (…) No se aprende nada sin equivocarse algo. (…) Si escuchásemos en la misma medida que hablamos veríamos mejor. (…) Las puertas que se cierran hacen ruido una vez. Pero las que quedan entreabiertas no terminan de callarse. (…) Nadie te enseña a luchar. Y sin embargo luchar enseña. (…) Solo se salvan de un final las cosas que nunca empiezan».

Otros dos aforismos funcionan a modo de combinaciones de letras que configuran sendas contraseñas para abrir el cofre de las esencias del poeta. Uno lo sitúa cercano a ambos polos magnéticos del libro, no son iguales y están muy distantes, pero aparentan decir lo mismo, como si abriera y cerrara la puerta de todo un planeta emocional: «Nuestro cuerpo es (somos) la porción de espacio que ocupamos en el tiempo». El otro lo coloca en los trópicos, como si se tratara de un olvido o una especie de déjà vu, pero nada es lo que parece en estas páginas: «La solidez de las corazas está hilada con la costura de las debilidades».

El ecuador de la obra contiene una sorpresa inimaginable para el lector, una invitación a convertir la experiencia en única e inolvidable, a participar en la construcción de este proyecto y donde, para mí, cabe también la voz del propio autor: «Hay lugares que sólo existen en el pensamiento./Y el recuerdo es solo.../el eco en el viento.../de un susurro que se lleva el tiempo». Aquí «El corazón es un estado de la mente. (…) El alma es una melodía de la mente emocional».

Dentro de este paréntesis que abre el poeta es mejor entrar desnudos: «Atesoramos una enorme cantidad de materia alimento de la nada. (…) Promesas cuya eternidad naufragó en un mar demasiado ancho como para unir dos orillas. (…) Y compruebas que tarde o temprano los fantasmas pueden vivir reconciliados con las alegrías». Y todo es relativo: «En aquel reducido espacio sin tiempo, éramos ínfimos e infinitos./Tan ínfimos que el reloj nos pasaba de largo./Tan infinitos, que cansado de contar tanto, el tiempo volvió a empezar de nuevo».

El futuro es pasado: «Anoche arreglamos el mundo. (…) Despejamos toda duda. (…) Prometimos lo improbable./Porque lo imposible no debe prometerse. (…) Resolvimos las incógnitas de toda ecuación no resuelta». Lo lejano está cerca: «En torpe equilibrio hacemos funambulismo sobre la disyuntiva de si mejor lejos solos o cerca distantes. (…) La noche es corta y lenta./La vida es larga y veloz». Los tamaños son sugerencias: «Lo pequeño puede causar un olvido gigante en tus recuerdos./Y lo inmenso puede ser una gota en el tiempo. (…) Lo invisible puede dejar huellas a la vista./Lo que ves puede pasar sin que lo mires. (…) Venimos del silencio./Hacia el silencio vamos./En el camino haz ruido./Mucho ruido». Pero la voz aquí no emite sonidos: «Escribir es hablar callado, y leer que me escuches de manera que el silencio te deje verme mejor».

Entonces, la incógnita de la ecuación cuántica se despeja: «Estamos, siempre ahora, siendo un tránsito entre antes y después. (…) El horizonte está a la vez donde lo ves y detrás de sí mismo./El roce es la frontera exacta entre tocarse y no tocarse del todo./Cuando leas, tú estarás en el presente aunque ahora en tu antes yo escriba en futuro, y estas líneas sean el mismo punto en común de dos tiempos distintos».

Aunque nunca se produce un resultado exacto, ni aproximado: «Me abruma sentir la totalidad de lo incompleto./Los matices indecisos entre un color y otro./Las palabras insuficientes y los silencios excesivos./Lo que parece y no termina de ser./Lo que es y no termina de estar. (…) Me dejan mudo, los oídos ciegos./Los ojos que quitan la mirada para no escuchar». Y si nada es perfecto, nadie tampoco: «Y es fácil perderse, ir dejando que lo realmente importante se pueda postergar por lo obligatorio, y quizás pensar con esto que deberíamos tomarnos como obligatorio, lo realmente importante».

Llegado a este punto el lector podría haberse extraviado: «Piensa... Si acaso no estaremos viviendo al revés. Sumando en la práctica la importancia de las cosas que en teoría sabemos que debemos restar. (…) Piensa... Si no estamos alimentando la antítesis de que madurar sea endurecerse». Y como parte de la reflexión, el autor propone parar una efímera eternidad: «Cuesta andar derecho cuando todo se vuelve del revés. Y a lo mejor, tan solo se trata de voltear efectos y causas, de revestir las dudas como guía de las certezas, de asimilar que es el espejo el que te mira a ti, y en ti se ve la imagen que lo puebla».

Pero no existe guía para seguir adelante o atrás, para un lado u otro. No siempre existe camino al andar: «Aquello que al suceder discute lo que crees saber, mostrándote que siempre, siempre, siempre, es menos lo que sabes que lo que aún puedes aprender.” Sin embargo, después de todo lo recorrido sin movernos, conforta reconocer la debilidad y limitaciones humanas ante cualquier situación de complejidad personal o universal: «No podrás, aunque quieras, entenderlo todo. Piensa, que incluso lo mismo parece otra cosa si el momento en que ocurre es otro».