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Crítica literaria: El evangelio según María Magdalena, de Cristina Fallarás

La novela se convierte en un alegato sobre el valor de la vida que señala como nocivos a quienes la atacan causando sufrimiento y muerte desde su maldad, su estupidez y su brutalidad

Cristina Fallarás, autora de ’El evangelio según María Magdalena’, en Madrid JOSÉ LUIS ROCA

Inmensamente humana. Así es la protagonista de El evangelio según María Magdalena de Cristina Fallarás. Intensa e inmensamente humana es esa anciana que, ya en la recta final de su vida, se dispone a dejar por escrito sus verdades acerca del nazareno y, por encima de todo, sobre cuanto lo elevó a la categoría de mesías: un conjunto de hechos que, a su juicio, están pervertidos por las versiones que han fijado y difundido los que fueron sus discípulos.

Este viaje al pasado conformará una suerte de autobiografía de la que se desprenderá una primera y sólida conclusión para entender la obra: que ella no «nació» en el instante en el que apareció en su vida el profeta. Cuando ese encuentro se produjo, ella atesoraba ya una experiencia vital y una fortaleza y capacidad de supervivencia y liderazgo superiores a las de muchos de sus contemporáneos y de los vecinos con los que vivía y trabajaba, incluido el propio mesías.

La gestión del patrimonio empresarial que heredó de su padre y la participación activa en el desarrollo de los acontecimientos que convirtieron en mito al predicador judío muestran la fascinante personalidad de esta María Magdalena que, a pesar de su avanzada edad y de la asunción de que poco es lo que le ha de faltar para que sus días acaben, conserva sin merma, como declara, «la furia que me enfrentó y me enfrenta a la idiotez, a la violencia y al hierro que imponen los hombres sobre los hombres y contra las mujeres».

La novela es un alegato sobre el valor de la vida señalando cómo nocivos a quienes la atacan causando sufrimiento y muerte desde su maldad, su estupidez y su brutalidad.

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«Idiotez» y «violencia» son dos términos muy presentes en su discurso y, en consecuencia, muy representativos para el propósito de su escritura porque sintetizan la visión que tiene sobre el mundo al que se encara y del que, sin poderlo evitar, formará parte cuando se sume a la comitiva del nazareno. Los manipuladores dan vía libre a los fanáticos, los alimentan, los justifican, les dan una razón de ser; y estos, a su vez, permiten que adquieran entidad propia los violentos.

La novela es un alegato sobre el valor de la vida señalando cómo nocivos a quienes la atacan causando sufrimiento y muerte desde su maldad, su estupidez y su brutalidad. Por eso señala de manera airada y contundente a Pedro Simón y a Pablo de Tarso, a quienes maldice por «usar la mentira para construir más mentira de la que sacar provecho y poder».

A través de capítulos muy breves, que consiguen transmitir la sensación de que estamos ante retazos de esa memoria de emociones y acontecimientos, aprendizajes y claudicaciones, en la que se ha de convertir su escritura, como apunta la protagonista en el primer capítulo, los hechos históricos que se recogen en la novela se fijan bajo dos parámetros que, en apariencia, pueden dar la impresión de ser opuestos, pero que no lo son: por un lado, está el que, desde una posición externa a lo narrado, marca la preposición «según» que aparece en el título, que fija una distancia entre el testimonio de la protagonista y esas versiones distorsionadas que está denunciando. Es la misma actitud distante que cabe ver en el Jesucristo de Saramago. No estamos ante nuevos evangelios, sino frente a lo que podría haberse elaborado como una suerte de exégesis que, por su consistencia conceptual y expresiva, termina adquiriendo una autonomía propia.

Por otro lado, está la perspectiva contraria a esta distancia, la que se compone sobre un yo que, afín a la persona que representa, es tan independiente y firme en sus convicciones que, por coherencia, renuncia a la falsa objetividad propia de quien relata en tercera persona los sucesos de los que afirma haber sido testigo. La individualidad que atesoran los acontecimientos relatados por María Magdalena se sostiene sobre la constante apelación a su modo de ver el mundo y a las circunstancias que la han convertido en la mujer que es: huérfana de madre, fue criada por un extraordinario hombre, como se deduce que fue su padre, un adinerado empresario de conservas de pescado que procuró educarla en la libertad exigiendo para ello que se culturizase, que no se atase a lo que la tradición dicta por ser mujer y que fuera partícipe activa del terrible día a día que vivían, contemplaban y atendían el grupo de doctoras que se había establecido en su casa bajo la protección de su progenitor.

Tras el asesinato de su padre, fue a Roma, donde estuvo durante muchos años. Regresó convertida en «una mujer durísima, poderosa y salvaje», una mujer rica que tuvo que enfrentarse a esa «sensación primitiva de ofensa» con la que era mirada por sus paisanos. Entre ser discreta y limitarse a sus quehaceres en la empresa familiar o rechazar el ocultamiento, escogió no ocultarse y dejar bien claro quién era.

Esa es la mujer que, consciente de lo que está oyendo y leyendo, decide tomar la palabra para acusar y mostrar su desprecio, también de una manera constante en su exposición, a Pablo de Tarso, uno de esos que, como denuncia, construyen sobre el recuerdo del mesías mecanismos orales de sometimiento. Su denuncia es reiterativa porque es el leitmotiv que impulsa su escritura: «[…] hago saber que lo narrado por Pablo de Tarso y el resto de supuestos concurrentes, todos los falaces testimonios de los miserables que, sin haber acompañado al Nazareno, se alimentan de él, no son sino patrañas».

Hay un tratamiento muy respetuoso de la autora con las figuras de la mitología cristiana, empezando por la del mesías y siguiendo con la de sus primos y familiares

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Conviene destacar del conjunto que estamos ante un texto de ficción que se articula sobre una serie de pensamientos expuestos a partir de una envolvente prosa, en ocasiones sumamente lírica, que a nadie daña ni ofende. No perdamos la perspectiva ni el tiempo buscando aviesas intenciones. Es más, estoy absolutamente convencido de que si aquellos que ideológicamente se sitúan en el lugar opuesto al de la escritora se tomaran la grata molestia de leer estas páginas y lo hicieran sin reservas mentales, sin duda alguna serían capaces de encontrar una María Magdalena que puede encajar a la perfección con el mundo que aceptan por válido y necesario. Todo en el personaje es humano, intensamente humano.

Hay un tratamiento muy respetuoso de la autora con las figuras de la mitología cristiana, empezando por la del mesías y siguiendo con la de sus primos y familiares. En ningún momento se trazan expresiones que deban conducir a una movilización airada de los defensores del cristianismo y de las sagradas escrituras. A la autora no le ha hecho falta acudir a la caricatura para destacar la fortaleza moral de su personaje a la hora de marcar su posición ante los acontecimientos que narra. No hay quejas infames ni grotescas pinceladas, no hay señalamientos ofensores ni propósitos dogmáticos. Al contrario: hay un exquisito ejercicio literario, muy lírico en sus formas, que consigue envolver con singular humanidad a un controvertido personaje del cristianismo.

Los únicos señalados de manera negativa en estas páginas son los que han contribuido a deformar el mensaje del nazareno y, sobre todo, los fanáticos y los violentos que justifican como argumento para sus tesis y proclamas el uso del dolor físico y de la muerte. El universo que contempla María Magdalena, en el fondo, es el que ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes, un mundo donde las diferencias quedan establecidas entre los que son verdugos y los que son víctimas, entre los que dañan y los que son dañados.

Los únicos señalados de manera negativa en estas páginas son los que han contribuido a deformar el mensaje del nazareno

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No conviene desviar la atención con voladores cuando estamos ante un texto que, como el ya citado de Saramago, posee un valor singular. A partir del marco lingüístico, documental y antropológico desde el que se plantea el discurso se puede aceptar que la versión de los hechos novelescos de María Magdalena posee el mismo rasgo de veracidad que atesoran los textos bíblicos. Los acontecimientos del pasado se alteran, la memoria se mueve por impresiones y la escritura no es más que el sedimento de lo que se conserva cuando el olvido y la retórica se fusionan. Lo que cuestionamos a la protagonista es lo mismo que debe objetarse a los evangelistas.

Magdalena no niega nada de lo que tuvo con el nazareno. Es más, hasta reconoce que, de algún modo, lo amó (emociona su encuentro con el amado tras ser bajado de la cruz), a pesar de la consideración tan poco positiva que le merecen los profetas cuando los define como simples seres humanos con tiempo y sin obligaciones o de llegar a cuestionarle su rechazo a las riquezas; aunque le irritara la vida regalada que parecía propugnar con sus discípulos o dieran pie sus palabras a infantiles pretensiones por parte de sus seguidores; aun cuando asumiera, gracias al paso del tiempo, que esos caminos vitales confluyentes, aparentemente sincronizados, en el fondo divergían más de lo imaginable porque, en el fondo, muy poco es lo que se puede hacer cuando se está ante un individuo de una excepcional singularidad.

¿Por qué? Quizás porque representaba un comienzo dejando atrás un pasado olvidable, quizás porque permitía suponer la posibilidad de una vida en paz; quizás porque veía en él la posibilidad de desmontar unas tradiciones que, como afirmaba el nazareno, no existían porque sí; quizás porque atisbaba la probabilidad de que fuera él quien pudiera dar luz sobre las invisibles, las que eran despreciadas por haber decidido no gestar y también, cómo no, sobre las que tenían un nombre propio que iba más allá de la genérica denominación de «mujer» o del hiriente «prostituta».

Una lectura detenida de la novela ha permitido que la protagonista y su mensaje calaran hondamente en el huerto de mis convicciones hasta el punto de asumir como conveniente la supresión de aquello que se marcó hace ya unos cuantos párrafos como una señal de distancia (la preposición “según” del título), pues la presencia de esta enorme, intensa, inmensa y admirablemente humana María Magdalena bien la hace merecedora de tener un evangelio propio. Un evangelio de vida donde quede testimoniado, como señala al final de la novela, que fue ella la única «que estuvo allí desde el principio y hasta el momento en el que el Nazareno dejó de serlo».

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