José Miguel Perera (Arucas, 1978) publica ‘Ancho de ánimas’, un poemario sobre la solidaridad subterránea entre guanches, emigrantes canarios e inmigrantes africanos 

El título del libro juega con el nombre de una de las manifestaciones más singulares del folklore canario: el rancho de ánimas. Rancho porque, entiendo, la cultura tradicional es capital en su vida y en su poesía, y porque usa la deshecha, estrofa recurrente en esta expresión poética y musical. Ancho porque en sus versos trae al presente las ánimas de víctimas incontables. ¿Puede abundar en ello?

El libro, efectivamente, se sostiene en un diálogo entre víctimas a las que la voz poética invoca para reclamar justicia. Esta invocación puede entenderse entonces como redención: solo la memoria de estos muertos, viva en nuestras actuaciones de hoy y mañana, en la que nuestra alma se ensancha repleta de estas otras voces, podrá acaso reparar sus vidas rajadas como víctimas de la humanidad encarnadas en las realidades insulares. En este sentido, la tradición cultural canaria ofrece ricas expresiones para vehicular nuestros anhelos, y una de las más significativas es el rancho de ánimas.

En las «notas de fondo», indica que estas víctimas son gentes dispares como los guanches, los inmigrantes africanos que intentan arribar al Archipiélago y los emigrantes canarios que pusieron rumbo a América. Diría que en la atención a sus derechos hay un componente mesiánico. ¿Se reconoce así?

En los tres casos nuestra perspectiva imaginativa los identifica desde su sufrimiento: todos fueron y son víctimas de injusticias en las que todos estuvimos, estamos y estaremos implicados. Mi escritura, y la de Ancho de ánimas en particular, está constituida por ingredientes que lindan con lo mesiánico y lo profético: para la redención hemos de empujar en cada instante presente y futuro convertidos a su justicia utópica. ¿Cómo? Desde la palabra poética, para mí indisociable de lo religioso, y que tiene como eje nombrar lo aparentemente irrealizable para acercarlo. De ahí también mi inclinación hacia lo místico.

¿Ha bebido en la literatura mística?

Desde la cábala y el amplio abanico del judaísmo hasta el mundo sufí, desde Silesius y Eckhart hasta la espiritualidad oriental, todas las manifestaciones místicas me sobrealimentan. ¿Y cuál es la herramienta primera del místico? La palabra, la paradójica palabra que es forzada hasta límites donde irrumpen el silencio o el balbuceo. En los místicos he captado la raíz de algunas de las más originales innovaciones poéticas. Ese es para mí san Juan de la Cruz, un religioso que en la necesidad de explicar sus vivencias es asumido hoy como uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.

«Un conglomerado de cuerpos ansiosos / junto a la vida y —lateralmente— contra ella, / racionalmente absurdos, sin (a)tino, / multivalentemente sinclinados, / brazada con mar de almas por defuera». En estos primeros versos de su libro parece ya resonar esa «poética del delirio» de san Juan. ¿Es así?

Sí, y así será durante todo el poemario. Digamos que el itinerario aparente transita desde el continente africano hasta las orillas americanas a través de Canarias. Pero uno de sus significados profundos podría ser una «épica interior» de compasión hacia los diferentes, una suerte de proceso místico atlántico de conversión a lo extraño, al extranjero. Este sendero utópico no sería concebible sin ese delirio lingüístico que intenta señalar otras formas potenciales de la realidad, llena de huecos.

En el libro emplea léxico y estructuras del habla popular canaria, por ejemplo un pronombre que he oído desde mi infancia y que me fascina: ‘losotros’, idóneo para las inclinaciones de su obra. Así, este verso: «En losotroS ya ahora, aniña hija abruna». ¿Puede hablarnos sobre este vocablo y del peso del habla popular en su escritura?

Escribir poesía es extranjerizar la lengua. El conocimiento del mundo es configurado sobre todo lingüísticamente, y por eso la expresión extranjerizante catapulta una existencia de mayor tolerancia y flexibilidad «corpomental». En este sentido, nuestras hablas populares están repletas de posibilidades formidables para la extranjerización. Losotros es uno de esos maravillosos términos que quien me enseñó a hablar, mi familia, utiliza: del ámbito del vulgarismo, como lo considera el academicismo más policial, intento derivarlo en una expresión altamente sugerente, dándole un valor espiritual a lo que suele considerarse grosero e inculto. Y lo mismo con otros elementos lingüísticos como los fonéticos.

O sea, que en lo que escribe es clave la espontaneidad expresiva y la oralidad.

El hambre por precisar lingüísticamente, columna vertebral de la poesía, es consustancial a toda persona, y cualquiera es capaz de inventar una palabra o de mezclar términos azarosamente como el todavía incomprendido Pepe Monagas, de Pancho Guerra, de lenguaje tan particular inspirado en registros populares, con neologismos como orejeante, pizcología o eucaliptados. ¿No los podría haber creado cualquier exponente de las vanguardias? La oralidad es una de las fuentes de mi poesía, en la que hay un titubeo profundo, una pronunciación recortada o injerencias fónicas que provienen del ámbito oral que he mamado desde niño.

Sea como sea, no me podrá negar que su atención extrema a lo fonético parece tomar aliento en las vanguardias que acaba de mentar.

Mi primer acercamiento hondo a las vanguardias fue, en el final del Bachillerato, con Artaud, del que me sigue interesando su palabra como gesto despertador desde un cierto primitivismo escénico. Luego vendrían el simbolismo y, en particular, Mallarmé, Vallejo, Huidobro, García Cabrera, Alonso Quesada o Lezama Lima. Tras mi primer libro, Trenístenla es venida, los leí con mayor profundidad, descubriendo además a otros como Girondo y En la masmédula. Intuitivamente fui dejando salir disposiciones rítmicamente descoyuntadas, a las que uní estructuras copiadas de oído del alemán, durante un viaje, sin saber nada de este idioma. Así nació aquel libro, que tiene materiales que he ido reutilizando y ampliando hasta Ancho de ánimas, sobre todo en su faceta sonora.

En lo que hace creo percibir también motivos de la poesía puramente fonética, como el «zaum» de Jlébnikov, quien por cierto bebió igualmente del habla campesina.

A Jlébnikov llegué no hace tanto. Además de sus inclinaciones tempranas a las cábalas numéricas, su creación de la lengua transmental «zaum» es uno de los más impresionantes proyectos de idioma universal. Pero sus propósitos son indisociables de sus tradiciones y de su modalidad de habla. Por otro lado, es significativo que, para los deseos utópicos de lengua universal, Jlébnikov tire de tantísimos recursos fonéticos: cambio de sílabas, fusión de palabras, gritos onomatopéyicos… ¿Por qué? ¿Es el mismo poder general de la música? Una capa fundamental en los poemas, así como en las letanías y los mantras, es el sentido del sonido.

Mencionaba antes neologismos de Pancho Guerra y hacía referencia a los vanguardistas. A este respecto no puedo evitar imaginar lo bien que encajaría «oxidente», neologismo del Vallejo de Trilce, entre «ultratumban», «paZión», «dascendente», «granhelos» y otros neologismos de Ancho de ánimas.

Entre ese Vallejo y mi escritura poética hay muchas concomitancias, en cuestiones particulares y en su marea de fondo. Durante mis empeños por sacar jugos inusuales del idioma, allá por el 2003 inventé las miyúsculas («tÚ», «pozO», «madrE», «losotroS»…), para marcar en las palabras algo importante con una perspectiva distinta a las mayúsculas iniciales de las grandes verdades «oxidentales». Años después leí en Trilce que Vallejo inscribió «nombrE» al final de su poema II. ¿Casualidad? Más allá de lo que signifique, encuentros como este o con voces como Celan me han ayudado a confiar en mis empeños racionalmente inentendibles con la escritura.

Más allá de sus afinidades y sus deudas con el experimento vanguardista, el modernista Tomás Morales es el poeta con el que mantiene un diálogo, y una contravención, más sostenidos en este libro. ¿Puede hablarnos de las «glosas posmitológicas» de Hado el Atlántico?, ¿del Atlántico asesino?

La Oda al Atlántico de Morales es un relato mítico que exalta a un héroe en la dominación de la naturaleza para refundar su cultura, en una trasposición de la Antigüedad grecolatina al espacio cercano. En mi Hado el Atlántico sus protagonistas son antihéroes, supervivientes anónimos que se lanzan al mar desconocido y que con frecuencia mueren en la persecución de la vida que ansían. En las orillas insulares, junto a los muertos injustamente, los antiguos canarios, lejos de querer fundar ni dominar nada, se dejan ir piadosamente «junto al venir oblicuo de las extranjerías». El Atlántico se torna enemigo, mar de los finados, ilegibles en la serie celebratoria de Tomás Morales. Sin embargo, creí que insertándome en los resquicios del ritmo sugerente de la «Oda», vinculados a otros de la tradición insular como Cairasco, podría perfilar un discurso poético compasivo que señalara desde Canarias aquella utopía que dije redentora de la humanidad sufriente, donde «nadie habrá de morir», transformados —como escribo— «en losotroS mismos», «al compaz revés de su expersona...».

A propósito de la insularidad, la tradición, el habla y otros elementos de ‘Ancho de ánimas’, descoyuntar radicalmente el lenguaje, como hace usted, al modo de la poesía moderna, comporta la puesta en crisis del yo y de las afirmaciones identitarias colectivas, canarias o de cualquier otro sesgo.

No concibo la vida ni la identidad como un bloque compacto, esencialmente prieto. Tenemos un nombre propio y, con él, unas formas de ser, lo que no quiere decir ni que sean fijas ni que respondan a una unidad de origen a fin, fácilmente interpretable. Es más, ni siquiera creo que sean unidireccionalmente definibles como foto congelada, ya que son siempre erosionadas y erosionables, sobre todo si la fuerza que les llega tiene el rostro vulnerable de los que no soy yo, de los otros. En mis letras es legible el rezongo de Emmanuel Lévinas, a quien llevo leyendo y releyendo desde hace años.

Para terminar, quisiera pedirle que nos hable de «maragá», esa «palabra muerta» que aparece insistentemente en el libro.

«Maragá» es un término de una de las dos endechas en lengua guanche recogidas en el siglo XVI por Leonardo Torriani. Parece que su significado se relaciona con la acogida y el amparo, aunque no era consciente de estas posibles connotaciones cuando, mientras componía el poemario, la palabra me vino a la boca. Existe porque alguien la testimonió por escrito. Es, como usted bien dice, una palabra muerta venida a mí desde el fondo doloroso de los muertos como un signo que en Canarias entendemos propio, pero que al unísono es extranjero como los sonidos del alemán que menté. Diría entonces que la resurrección que hago de «maragá», y con ella de todo el universo que evoca, convierte esta palabra en «luestra». Así, una vez más, podemos volver a ser «losotros mismos».