Anne Applebaum, premio Pulitzer y una de las primeras intelectuales que advirtió de las peligrosas tendencias antidemocráticas en Occidente, ofrece en El ocaso de la democracia (La seducción del autoritarismo) un manual sobre las trampas del nacionalismo y de la autocracia. ¿Por qué los sistemas con mensajes simples y radicales son tan atractivos? Lo que sigue es una selección de reflexiones tan inquietantes como reveladoras, sobre todo en el campo virtual. Un aperitivo: «Dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia. De hecho, si nos hemos de guiar por la historia, a la larga todas nuestras sociedades lo harán».

Los teóricos, apunta la autora, suelen omitir un elemento «crucial en el declive de la democracia y la forja de la autocracia. La mera existencia de personas que admiran a los demagogos o se sienten más cómodas en dictaduras no explica del todo por qué estos ganan elecciones. El dictador quiere gobernar, pero ¿cómo llega a aquella parte de la ciudadanía que siente lo mismo? El político antiliberal quiere socavar los tribunales para dotarse de más poder, pero ¿cómo persuade a los votantes para que acepten esos cambios?».

En muchas democracias avanzadas hoy no existe un debate común, apunta la autora, «mucho menos un relato común. La gente siempre ha tenido opiniones distintas, pero ahora parte de datos fácticos distintos. Al mismo tiempo, en un ámbito informativo exento de autoridades reguladoras –políticas, culturales o morales– y carente de fuentes fiables, no hay una manera fácil de distinguir entre las teorías conspiranoicas y las historias reales. Hoy se propagan relatos falsos, tendenciosos y a menudo deliberadamente engañosos que forman auténticos incendios digitales fuera de control, aluviones de falsedades que se extienden con demasiada rapidez para ser objeto de una mínima verificación factual».

Y aunque dicha verificación llegue a realizarse, «para entonces ya no importa: parte de la opinión pública nunca visita los sitios web dedicados a la verificación de datos, y si lo hace, tampoco cree lo que dicen (...). El problema no es una mera cuestión de historias falsas, datos incorrectos o incluso campañas electorales y asesores de comunicación política que juegan sucio: los propios algoritmos de las redes sociales fomentan las falsas percepciones del mundo. La gente clica solo en las noticias que le apetece conocer, y luego Facebook, YouTube y Google les muestran aún más de cualesquiera que sean sus preferencias previas, ya se trate de una determinada marca de jabón o de una determinada forma de política. Los algoritmos también radicalizan a quienes los usan. Si alguien clica en canales antiinmigración de Youtube legítimos, por ejemplo, estos pueden llevarle rápidamente, con solo unos pocos clics más, a sitios que fomentan el supremacismo blanco y luego a sitios que alientan la xenofobia violenta».

Además, indica, «dado que se han diseñado para maximizar el tiempo que uno permanece en línea, los algoritmos también favorecen las emociones, especialmente la ira y el miedo. Y puesto que estos sitios son adictivos, afectan a las personas de formas inesperadas. La ira se convierte en un hábito. La disensión pasa a ser normal. Aunque en general las redes sociales todavía no constituyen la principal fuente de información para el conjunto de la población, ya están contribuyendo a configurar el modo en que los políticos y los periodistas interpretan y describen el mundo».

La polarización «ha pasado del mundo digital al real. El resultado es un ‘hiperpartidismo’ que incrementa la desconfianza con respecto a la política ‘normal’, los políticos del establishment, los ridiculizados ‘expertos’ y las instituciones ‘convencionales’, incluidos los tribunales, la Policía y la Administración pública, lo cual no resulta nada extraño, pues en la medida en que aumenta la polarización, invariablemente se retrata a los empleados del Estado como si hubieran ‘caído víctimas’ de sus oponentes».

No es casual que tanto el partido Ley y Justicia en Polonia como los partidarios del brexit en Gran Bretaña y la Administración Trump en Estados Unidos «hayan lanzado ataques verbales contra funcionarios y diplomáticos de carrera; como tampoco lo es que hoy los jueces y tribunales sean objeto de crítica, escrutinio e ira también en muchos otros lugares. En un mundo polarizado no puede haber neutralidad porque tampoco puede haber instituciones apolíticas o no partidistas».

El medio del debate también ha cambiado su naturaleza, según la ensayista: «A nuestros teléfonos u ordenadores llega un constante flujo de anuncios de secadores de pelo, noticias sobre estrellas del pop, historias sobre el mercado de bonos, notas de nuestros amigos y memes de extrema derecha, cada uno de ellos aparentemente con el mismo peso e importancia. Si en el pasado la mayoría de las conversaciones sobre política tenían lugar en una cámara legislativa, las columnas de un periódico, un estudio de televisión o un bar, hoy suelen producirse en línea, en una realidad virtual donde lectores y escritores se sienten distantes unos de otros y de los problemas a los que aluden; donde todos pueden ser anónimos y nadie tiene que responsabilizarse de lo que dice. Reddit, Twitter y Facebook se han convertido en el medio perfecto para la ironía, la parodia y los memes cínicos: la gente los abre para navegar por la pantalla y pasar un buen rato».

No es de extrañar, pues, «que de repente haya toda una plétora de candidatos políticos ‘irónicos’, ‘paródicos’ y ‘chistosos’ que ganan las elecciones en países tan dispares como Islandia, Italia y Serbia. Algunos son inofensivos; otros no. Actualmente toda una generación de jóvenes trata las elecciones como una oportunidad para mostrar su desdén por la democracia votando por personas que ni siquiera fingen tener opiniones políticas».

Acabemos con Donald Trump: aporta nuevos elementos de cosecha propia a un viejo discurso. Es decir: «Al milenarismo de la extrema derecha y el nihilismo revolucionario de la extrema izquierda, él añade el profundo cinismo de quien lleva años gestionando planes comerciales de dudosa naturaleza en todo el mundo. Trump no conoce la historia de Estados Unidos, por lo tanto, no puede tener ninguna fe en ella. No comprende el lenguaje de los fundadores de la nación ni simpatiza con él, de manera que tampoco puede servirle de inspiración. Dado que no cree que la democracia estadounidense sea buena, tampoco le interesa que Estados Unidos aspire a ser un modelo entre las naciones».