En 1982, DeLillo publicó una de sus novelas más herméticas, Los nombres, la aventura de un hombre con una profesión excitante (analista de riesgos) en un entorno cautivador (la Grecia insular) y cuya vida, de súbito, se ve afectada por una conspiración mortal, reveladora de esa forma de ideología típicamente americana que es la paranoia, cuyos ejes centrales son el poder, los símbolos y el lenguaje. En un momento de la acción, el narrador, James Axton, propone la siguiente tesis: «En este siglo, el escritor ha sostenido una conversación con la locura. Casi podríamos decir que el escritor del siglo veinte aspira a la locura. Para un escritor, la locura es la destilación última de sí mismo, una versión final. Equivale a apagar el sonido de las voces falsas».

La intuición de DeLillo actualiza una convicción desvelada por Freud. Hace tiempo que gracias al pensador vienés fue superada la idea en virtud de la cual la literatura, su sustancia, se definiría a través de lo que dice o atendiendo a las estructuras morfosintácticas que la nutren. Esa es tarea reservada a gramáticos y a filólogos. A quien hay que interrogar es a ese ser propio de la literatura que se manifiesta con enorme fuerza desde el acmé y superación del simbolismo, y que alcanza directamente la provincia de la locura y sus más abrumadoras experiencias. Y ese es trabajo de los creadores. La literatura ya no es, pues, una clase de discurso destinado a cifrar la verdad ni a impartir lecciones de moral. El loco literario asume un único credo: la obligación de nombrar el secreto común, el abracadabra cancelado.

La loca de la puerta de al lado, de Alda Merini, satisface esas prerrogativas con su diamantina cirugía verbal y con su desasosegante escrutinio existencial. Al demoler los mitos del amor, de la salud y de la familia, la escritora italiana deja constancia de un hecho central, que la marginación es también un derecho social, y desde su peculiar visión de creyente siempre en diálogo con la mística, concreta esa certeza en una paradoja crucial: «Si Dios nos ha dado el libre albedrío para que escojamos entre el bien y el mal», se interroga la autora de La Tierra Santa, «¿por qué nos lo quita con la locura?». No hay respuesta a ese dilema, pero podemos rastrear su huella en el propio músculo de la escritura de Merini, quien en este volumen de bellísima, ardiente intensidad, mostró por enésima ocasión que la poesía ha sido, históricamente, la mejor administradora de ese formidable capital que es la locura.