En 1950, antes de lograr el Olimpo literario con A sangre fría, pero gozando ya de una popularidad importante que le había proporcionado su primera novela Otras voces, otros ámbitos, escrita a los 23 años, y el relato Miriam, distinguido con el Premio O’Henry, un Truman Capote que escribe entonces con la naturalidad y extraordinaria sencillez que luego iría perdiendo en aras de una mayor sofisticación personal, publica Color local una pequeña joya literaria, compuesto por crónicas de los viajes de Capote a sitios y lugares que visita por primera vez y que el escritor contempla con una vista como de estreno, donde todo es nuevo y deslumbrante para él y lo desconocido aparece ante sus ojos como un descubrimiento que intenta captura en cada crónica.

Con una buena traducción y una cuidadosa y pulcra edición, la Editorial Elba vuelve a poner en el mercado Color local, un libro imprescindible para conocer al mejor Capote, al más genuino y auténtico, sin las impurezas que luego afectaron su siempre rica prosa. En Color local leemos al Capote aún marcado por una extrema sensibilidad y un gusto exquisito que «mira el mundo con asombro» y nos describe con lenguaje natural los lugares que visita, sus gentes, sus paisajes, los detalles que fija en su retina. Son diez relatos que nos hablan de ciudades de la joven América: Nueva Orleans o Nueva York y de la vieja Europa: España, Venecia, o cruzando hasta Tánger.

Sin duda uno de los mejores relatos, por la riqueza de las imágenes con que nutre el texto es Un viaje por España. Capote viaja en tren desde Granada a Algeciras, para tomar un barco que le lleve a Tánger. Hay una continua descripción de personajes y paisajes , con imágenes imborrables: «el cielo típicamente meridional, ardía con una luz blanca como la del desierto; por el discurría una sola nube, como un oasis ambulante». Nueva York es «todo un mito, la ciudad las casas, las habitaciones, las ventanas, las calles que escupen vapor; un mito distinto para cada un, la cabeza de un ídolo con ojos de semáforo que parpadean con tiernos verdes o cínicos rojos». En Brooklyn, hay desesperanza hacia sus habitantes, «de aspecto tosco y vulgar» por sus niños «tristes, tiernos y violentos» y por sus edificios cenicientos, y culmina que Brooklyn es «triste, brutal, provinciana, solitaria (…) un dominio místico contra cuyas costas el mar de Coney Island arroja sus invernales lamentos».

En Tanger, todo es fascinación. «Es un cuenco que te atrapa, un lugar fuera del tiempo en el que los días pasan sin que te des cuenta. El numero de viajeros que han desembarcado aquí para unas cortas vacaciones y se han quedado para siempre es alarmante».