¡La mejor película de todos los tiempos! ¡La obra más brillante del cine estadounidense! ¡La biblia del cine! ¡El filme que reinventó el cine! ¡La película que abrió las puertas a la modernidad! ¡La cima del séptimo arte! ¡Una obra insuperable! Son solo algunos de los múltiples eslóganes que han acompañado a lo largo de sus ochenta años de vida al primer largometraje del gran Orson Welles, al que han convertido, con el paso del tiempo, en uno de los grandes iconos de la cultura moderna. Que el cine, sus creadores y sus virtuales destinatarios sigan glorificando, ocho décadas después de su estreno, una película tan representativa y reverenciada como Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), inspirada en un polémico guion firmado por Herman Mankiewicz, John Houseman y por el propio director, no es un detalle baladí pues se trata, sin duda, de una de las cumbres indiscutibles del arte contemporáneo y del verdadero punto de arranque de la modernidad cinematográfica en un contexto industrial dominado hasta entonces por la política tradicional de los grandes estudios y los consiguientes patrones ideológicos y narrativos que estos fueron asentando en Hollywood durante décadas.

Orson Welles junto a Joseph Cotten, en la redacción del ‘Inquirer’. | | ELD

Welles, cuya revolucionaria imaginería desestabilizaría todos los cánones visuales sobre los que reposaba el cine clásico estadounidense en la década de los años treinta, elevó con esta película la nota habitual de los cineastas made in Hollywood, desafiando abiertamente los criterios que marcaba el establishment del momento para fomentar una dramaturgia despojada de todo signo de retórica, una dramaturgia, en resumidas cuentas, intensa, audaz y compleja que buscaba expresar lo aparentemente inexpresable a través de un profundo replanteamiento del sentido de la imagen. Así, con la naturalidad que le proporcionaba su genio indiscutible y con la certeza absoluta de que el propósito final de su desafío no era otro que la revisión integral del lenguaje cinematográfico en todos sus frentes, supo extraer toda la versatilidad expresiva que encierra este arte al que muchos, admitámoslo, debemos algunas de las experiencias estéticas e intelectuales más gratificantes de nuestras vidas.

Cada vez que son consultados por alguna publicación especializada para votar las mejores películas de la historia, la mayoría de los críticos de todo el mundo comparten curiosamente una misma opinión: que no ha habido un solo filme en los anales del cine que haya alcanzado tan altas cimas de creatividad ni tanta unanimidad en su valoración como Ciudadano Kane, la película que consagró a su autor y que le permitió, durante algún tiempo, hacer sus propios proyectos en total libertad mientras que directores con mucha más experiencia y renombre seguían sufriendo continuas injerencias en ese perseverante empeño que tienen muchos productores por fiscalizarlo todo, incluido el irrenunciable derecho a la libertad de acción al que aspira legítimamente cualquier creador.

Y no es casual tal coincidencia pues se trata, a fin de cuentas, de una convicción mayoritariamente compartida por varias generaciones de comentaristas y estudiosos que insisten en resaltar la condición de obra fundacional en lo que consideramos, con la debida perspectiva que nos proporciona el paso del tiempo, como la epifanía de la modernidad, la que libró al séptimo arte de muchas de sus servidumbres más arcaicas y retrógradas, permitiéndole abrazar una nueva y revolucionaria concepción de la narrativa fílmica que crearía escuela entre los cineastas de todo el mundo.

Además del faro que iluminó el punto de partida para el cine contemporáneo, Ciudadano Kane es una de esas escasas obras maestras que no agotan nunca su capacidad de seducción, y que han ejercido una influencia enorme en legiones de realizadores que han reconocido abiertamente la inobjetable paternidad intelectual de su autor como impulsor de un giro crucial en la transformación del lenguaje del cine, entumecido durante años por la inercia de una industria inspirada en los viejos arquetipos de producción inspirados, en su mayoría, en una idea muy poco edificante de las posibles metas futuras de un medio de expresión sembrado de enormes posibilidades.

Sigue siendo por tanto un gran filme. Hasta hace poco pudo temerse que los muchos años transcurridos desde su producción hubieran limado de forma importante sus atractivos. Pudo temerse, por ejemplo, que los famosos efectismos visuales y sonoros resultaran desproporcionados a la sustancia que expresaban. O pudo temerse, en el otro extremo, que las formas cinematográficas que parecieron muy audaces en 1941 hayan sido ya tan asimiladas por el cine posterior que el precedente pasara a perder fuerza como espectáculo. Esos temores son infundados. Hoy corresponde ubicar, describir y explicar Ciudadano Kane, porque a la complejidad de su relato y de su estilo se une a la inmensa historia previa y posterior de Orson Welles y de sus agitadas relaciones con el cine, donde el paso del tiempo sí que importa, y mucho.

Pero más allá de la historia, el gran desafío al filme, la prueba que debe resistir en la revisión, es que cause hoy un asombro similar al de ayer, y que sacuda a nuevas generaciones de aficionados como en su momento sacudió a la crítica y a gran parte del público inconformista en el mundo entero. De esa prueba el filme sale muy airoso, y quienes lo hayan visto diez o doce veces en su vida (este comentarista ya ha alcanzado la cifra de cuarenta, incluida la que emplee para la redacción de este trabajo) deben hacer hoy el experimento de presenciarlo junto a quienes lo descubren por vez primera. Se admiran ante la revelación y a los más expresivos se les notará, porque contemplar semejante espectáculo constituye, créanme los que no la conocen, una experiencia estética irrepetible.

Cuando Welles presenta la vida de Kane a través de un noticiario, que informa sobre un hombre público con la colección de imágenes de varias épocas, ese noticiario tiene la apariencia de ser exactamente una recopilación de archivo, desde el celuloide rayado a las figuras que se mueven abruptamente, con algún toque magistral como aquella imagen furtiva del anciano Kane en su jardín, tomado clandestinamente a través de una verja. Cuando organiza una reunión de periodistas: desde la conferencia de prensa del anciano Thatcher a la complicada secuencia en la que Kane toma posesión oficial de su diario Inquirer, Welles hace hablar simultáneamente a varios de ellos, como de hecho ocurre en la vida real. Estos y otros hallazgos de Ciudadano Kane fueron en 1941 un redescubrimiento o una recreación de la naturalidad. Con el tiempo, algunos filmes del neorrealismo italiano y otros del realismo americano (de Elia Kazan y de Jules Dassin, por ejemplo) habrían de procurar efectos similares.

Pues bien, a partir del estreno de Ciudadano Kane, sistemáticamente boicoteada por los esbirros del legendario magnate de la prensa norteamericana William Randolph Hearst al verse fielmente retratado en el personaje central de la película, Welles se erige, malgré lui, en un ser enormemente influyente, sobre todo es el plano estrictamente formal, patentando su famosa técnica de «la profundidad de campo», que el soberbio fotógrafo Greg Toland experimentaba en la época y que Orson Welles llevó hasta sus extremos. La posibilidad de colocar en una misma toma a objetos cercanos y lejanos, sin pérdida de la nitidez, permitió algún prodigio de movimiento. En una secuencia del principio, una discusión del niño Kane, sus padres y el banquero Thatcher está planteada con todos los personajes en distintos planos. En otra en que se revela el adulterio de Kane con la cantante Susan Alexander, una sola toma en profundidad hace entrar a cuatro personajes móviles en cuadro, desde una escalera al pasillo.

En un intento de suicidio de Susan, la toma comprende un primer plano: el vaso delatador, después la cama y la mujer, al fondo la puerta por la que entra Kane. Todo lo procedente está junto. En estos y en otros casos, la profundidad de campo es un recurso de síntesis visual, que ensayistas posteriores llegarían a denominar «montaje dentro del cuadro». Una verdadera maravilla. Pero Ciudadano Kane interesa por algo más que su combinación de hallazgos cinematográficos. Por sí solos, ellos conducen a la mezcla de estilos, a la falta de una concepción global. Pero si algo impresiona por encima de esa acumulación es la correspondencia de cada lenguaje con la sustancia que transmite. El asunto está fragmentado porque la fragmentación tiene un sentido. Los noticiarios parecen auténticamente noticiarios, una biblioteca enorme está presentada con penumbras y ecos fantasmales, dos personajes perdidos en una inmensa mansión son figuras pequeñas en un escenario enorme. Y junto a estos énfasis están los ritmos veloces, como el de la fiesta que el Inquirer da a sus nuevos redactores, donde el movimiento de personajes, las tomas de un ángulo y otro, los reflejos en las ventanas y la música de una canción se unen en un perfecto montaje visual y sonoro.

Es este uso intensivo, dominado y coherente de un lenguaje cinematográfico lo que da a la película Ciudadano Kane su sabor particular. Para la historia del cine el filme es, efectivamente, un clásico, una obra que culmina líneas estéticas de su tiempo. Años después, se sabe que es también, afortunadamente, una obra viva y rica, un espectáculo necesario y absolutamente admirable al que siempre hay que retornar.