Esta locución interjectiva es una de las versiones que se escuchan en las islas de una imprecación que manifiesta el vivo deseo que el sujeto al que va dirigida sufra un mal terrible. En rigor, pues, constituye una maldición en toda regla que, con vilipendio, puede expresar que se desea a alguien (o a algo) lo peor, es decir, hasta la misma muerte, pues fatídicas pueden resultar las consecuencias de ser fulminado por un rayo en medio de una tormenta. La frase se construye sobre un pleonasmo, toda vez que la introducción del adjetivo «mal» para calificar al «rayo» (a diferencia de la expresión castellana: «¡Qué te parta un rayo!») es una redundancia que, acaso, trata de dar fuerza y expresividad a la oración, pues la descarga fulminante conlleva ya de por sí fatales consecuencias; o tal vez busque el efecto de la entetificación de este fenómeno atmosférico, lo que quizá, sin pretenderlo, aporta a la frase cierto lirismo. Sin embargo, la mayoría de las veces, la locución se pronuncia sin imprimir a las palabras la fuerza y la intencionalidad necesarias, sino que se usa con sorprendente facilidad y despojada de toda malicia. Y prueba de ello es su empleo en sentido autorreferencial: «¡Mal rayo me parta!», que podemos escuchar —por ejemplo— cuando el hablante se lamenta por lo que considera un error imperdonable cometido en cualquier menester. Seguramente un rasgo característico del idiolecto isleño es que, por lo general, el hablante canario no es dado a envenenar las palabras ni siquiera de recurrir a la maldición, incluso en formas más dulcificadas. Cuando se quiere censurar o criticar una actitud ajena, se tiende a echar mano de la frase admonitoria directamente o se recurre a la socarronería (v. gr.: «¡Amigos que fuimos!» o «no, gracias, fumo Krúger») con lo que se consigue el mismo efecto perseguido con aquellas fórmulas más arcaicas, pero a través del lenguaje burlesco e irónico. No obstante, cuando la maldición va dirigida a un semejante, suele ocurrir algo similar a lo que sucede con los llamados «insultos amistosos», cuya ligereza, gracejo y la facilidad con la que se recurre a ellos, los hacen parecer inocuos.

Más allá del énfasis y el tono con que se pronuncie, lo cierto es que la maldición «mal rayo lo (a)hunda» (o «mal rayo lo coma/parta») posee claras resonancias bíblicas que nos recuerdan los improperios y amenazas de todo tipo que profería el dios del Antiguo Testamento contra secuaces y enemigos. En cuyo contexto venía utilizada a menudo como ‘anatema’. [En el A.T. se dan expresiones como «consagrar o condenar al anatema» que tiene el sentido de «exterminar a personas o cosas afectadas por una maldición atribuida a dios»; v.gr., Jueces 21,10-12]. Pero si en la Biblia se hacen varias referencias a «los rayos» como objetos amenazantes, de castigo o advertencia [«Y los castigos cayeron sobre los pecadores, no sin el previo aviso de violentos rayos (…)»; Sab. 19,13], la mitología griega (amén de otras tradiciones) también pone en mano de los dioses los rayos exterminadores. Como sucedía con los rayos de Zeus que fulminaban a enemigos y disidentes por doquier [así cuenta Hesíodo que Tifón atacó a los dioses y fue fulminado por el rayo de Zeus; entre otros numerosos episodios]. Y vista la facilidad con que manejaban los rayos los dioses de antaño, cuando estos habitaban en la Tierra, de la literalidad de las narraciones bien podría deducirse que no se corresponden exactamente con un simple fenómeno atmosférico. Y echándole un poco de imaginación al asunto, se diría que se habla casi de tecnología militar avanzada.

Mito o historia, en cualquier caso, la expresión rememora y se inspira, aunque sea en sentido figurado, en aquellas maldiciones antiguas. Pero quizás despojada de malicia y la mayoría de las veces falto de intencionalidad, lo que la convierten en inofensiva. A pesar de ello, todavía hoy se sigue escuchando: «¡Mal rayo lo junda!».