Roald Amundsen había nacido en el país del frío, demasiado tarde para que su nombre se escribiese en la historia al lado del de Colón, Magallanes o Darwin. No quedaba sobre el globo más tierras por descubrir. El continente africano ya había sido recorrido, estudiado y perforado por los exploradores franceses e ingleses. Las fuentes de los principales ríos también había sido surcada por hábiles marineros. El Amazonas por los españoles. El Nilo y el Ganges por los ingleses. El Danubio por los romanos. Él había soñado con encontrar, tras un largo viaje, una civilización enterrada, el origen de los vikingos y los pueblos de Laponia. Se le ocurrió la idea de emprender la conquista del Polo Norte leyendo el diario de un capitán austro-húngaro, que entre 1872 y 1874 había intentado llegar hasta los confines polares en un viaje científico. El resultado fue un fracaso, pero al menos descubrieron una de las últimas tierras antes de que la masa de hielo lo cubriera todo. Se trata de la Tierra de Francisco José, un paraje inhóspito donde solo viven algunas aves de paso, zorros y morsas perezosas.

Expediciones de Amundsen y Scott.

Por eso se había preparado a conciencia para tomar partido en la última gran hazaña del ser humano. Contrató a un equipo de aventureros noruego, como era él. Les advirtió del frío extremo, del hambre y la soledad de la nieve. Partirían ese mismo año de 1908 y sería la prueba definitiva. No era la primera vez que lo intentaba. Años antes, en 1897, se había embarcado en una expedición belga hacia el centro del Polo Norte, pero se habían quedado atrapados en el hielo. No murieron de escorbuto gracias a que un médico norteamericano, Frederick Cook, les dio carne de foca cruda. Recordaría su nombre en momentos más amargos. El fracaso, sin embargo, le había inoculado la mayor perdición que pueda sentir el hombre: la necesidad de viajar. En 1903 logró abrir el Paso del Noroeste con un barco que él mismo había adquirido. Había unido la ruta del Atlántico y el Pacífico rozando Canadá y esquivando los iceberg que se desprendían del casquete polar.

Pero sintió un golpe que lo dejó sin aliento. Cuando ya tenía todo preparado para zarpar, leyó en el periódico que F. Cook se había adelantando y decía haber tomado posesión del punto más al norte del planeta. Era aquel médico que les había salvado la vida años antes.

No tuvo demasiada elección Amundsen, un hombre que estaba dispuesto a todo con tal de figurar en los libros de historia. Continuó con la expedición y calló un giro de guion a su tripulación. El Gobierno de Noruega había decidido participar en la financiación, por lo tanto, en el casco de su barco iba un fragmento de orgullo nacional.

LIBROS

Polo Sur, relato de la expedición noruega a la Antártida del Fram, 1910-1912. Roald Amundsen, Interfolio


Salieron de Kristiansand a los mandos del Fram, un barco de madera tan elegante que parecía construido con marfil. La nave ya había surcado las aguas heladas del Atlántico Norte en diversas rutas, pero le esperaba otro destino bien distinto. Toda la tripulación, incluida los perros que debían tirar de los trineos, se quedó sorprendida ante el mandato del capitán. El Fram ponía rumbo al sur, hasta hacer una parada técnica en Funchal y, tras abastecerse, seguía descendiendo en dirección contraria a la establecida. En pocos días, habían llegado a la Bahía de las Ballenas, un lugar hermoso y desolado que inauguraba una de las mayores locuras que ningún ser humana hubiese hecho: iban a atravesar la Antártida hasta el punto central.

Lo primero que hicieron fue construir una base en la misma bahía. La llamaron Framheim en honor al barco que los había llevado hasta allí. En los meses sucesivos, antes de que las noches se convirtiesen en eternas, otra expedición con el mismo objetivo, liderada por el inglés Robert Falcon Scott, desembarcó en las costas antárticas. Había comenzado la carrera por ser el último hombre en conquistar un territorio legendario.

PELÍCULAS

Amundsen. Espen Sandberg, 2019

Una vez pasado el invierno, las expediciones se separaron. Scott optó por atravesar el glaciar Shackleton, mientras Amundsen se había empeñado en escalar una montaña de 450 metros que se elevaba ante él. La llamaría Axel Heiberg. A medida que avanzaban el frío se hacía más extremo. Apenas sentían los dedos de los pies y las manos. Los perros de los trineos desfallecían y eran sepultados por la nieve. Alcanzaron temperaturas de menos 50 grados. Respirar se convertía en un cuchillo raspando la garganta. A pesar de los ánimos desfallecidos, Amundsen llegó el 14 de diciembre de 1911. Miró al cielo y se sintió alejado de la Humanidad, esa en la que él quería dejar memoria. Durante toda esa jornada, no vio a Scott. En el campamento que habían montado, dejó provisiones por si algún día llegasen. Tardó el inglés un mes en coronar la ruta. Desde lejos observó un punto rojo que se agitaba con el viento. Era la bandera de Noruega. Fue así como Scott supo que había llegado el segundo a su cita con la historia. Amundsen había vencido a su propio destino. Había nacido tarde y nunca descubriría las fuentes del Nilo, pero todos los fracasos anteriores lo llevaron a culminar una expedición ilusoria que el ser humano había olvidado por imposible.

El hombre nacido en el país más al norte había conquista el sur de la Tierra.