Acaba de cumplir 80 años. Si apretando un botón pudiera volver a ser el adolescente que iba a clases de pintura, ¿lo haría?

No me planteo esas cosas imposibles. Mi hija me hace preguntas de este tipo: ¿prefieres que te devore un cocodrilo o un tiburón? Como no se me pasa por la cabeza volver a los 15 años, intento vivir con dignidad y prepararme para la muerte dando la mínima lata posible.

Tiene hijos de 16 años.

Sí, son gemelos.

¿Ayuda a enfocar el final?

Sí, creo que, cuando te haces muy mayor, tener algo que transmitir te ayuda. A la gente muy mayor sin hijos le falta algo. Suele tener una relación desproporcionada con los animales.

Ante la pandemia, la gente ha reaccionado de forma variada. Usted habla de pandemia boba.

Las administraciones dan palos de ciego. Menos Isabel Díaz Ayuso, a la que habría votado. No sabemos cómo afrontar lo que pasa. Algo hay que hacer. No más de seis personas, no más allá de las 23.00. Confinado, me dediqué a pintar, a escribir. Lo que más me ha afectado ha sido no ver a los amigos durante un año.

¿Han muerto amigos de covid-19?

Amigos cercanos, no. Conozco gente que enfermó, uno o dos acabaron en la UCI. Alguno lo pasó mal, como Isabel Coixet, en su casa.

Si hubieran muerto niños, la cosa habría sido distinta.

Claro. En el libro hago una comparación con la Primera Guerra Mundial. Morían chicos de 18 y 19 años a patadas. En verano llevé a mis hijos al frente del Somme, ya había estado hace años. Es emocionante visitarlo y pensar que, en una mañana, el primer día de la batalla, murieron 70.000 británicos. No es lo mismo que mueran ancianos. La guerra empalmó con la gripe española. Dos dramas seguidos y luego vinieron los felices 20.

¿Ahora pasará lo mismo?

Creo que sí. Quiero creer que la gente tiene unas ganas tremendas de divertirse, de trasnochar, de beber. Es muy fácil insultar a los jóvenes que salen a la calle o a la playa. Les hemos robado un año y medio de juventud. A mis hijos les han robado un año y medio de juventud. Les pedimos disciplina, que no se besen...

Se han visto muchos policías sanitarios entre la población.

Es tremendo. La gente denunciando que su vecino tiene siete invitados. A una minoría le encanta prohibir. A los políticos el poder de prohibir les excita, parece.

Se impuso aquello de que de la pandemia de la covid saldríamos mejores...

No, saldremos más tontos. Por la pandemia replanteamos el urbanismo y la arquitectura cuando lo novedoso es la velocidad de expansión, no la gravedad de la pandemia. Deberíamos replantear las líneas low cost, que ha hecho muchísimo daño a todo: al turismo de calidad, al respeto por la naturaleza... No hace falta moverse tanto.

¿Qué hacemos con el turismo?

Ha habido una fobia al turismo y al transporte privado absolutas. Está muy claro: tiene que venir turismo que deje dinero.

¿Y con el coche y la ciudad?

Aquí hay un equívoco brutal: confundir polución con vehículo privado. De aquí a muy poco los vehículos no polucionarán. Y hacemos modificaciones en la ciudad irreversibles. Que pinten me parece de muy mal gusto, pero es reversible. Que transformen un chaflán donde ahora se descarga, y que sirve para muchas cosas, en un jardincito es irreversible. Nada de barrios comerciales y barrios residenciales.

¿Y las supermanzanas?

Un error brutal. Lo defendía Le Corbusier, un urbanista asesino, que en París quería arrasar el Marais y construir rascacielos.

Volviendo al libro, nos cuesta morirnos. Hay gente que quiere vivir 140 años.

Qué horror. Vivamos 80 o 90, lo importante es que los vivamos bien. Llega un momento de la vida en que ya no es divertida. Para mí lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido. En el libro hablo de eutanasia y suicidio, de Juan Belmonte.

El torero se suicidó. ¿Es un final digno?

Sí. Creo que sí. Yo pretendo morir sin dar la lata. Mis hijos son muy jóvenes. Les digo: «Me vais a ver morir. Tratadme lo mejor que sepáis, que sufra lo mínimo, pero no quiero arruinaros la vida con una vejez prolongada». El 50% de los gastos sanitarios de una persona se dan en los últimos cuatro meses de su vida, mientras gente de 30 años hace cola para que la operen. Hay que saber morir.

La muerte de su padre. Se fue a dormir y ya no se despertó.

La muerte de mi padre fue una delicia. La envidio. Me llamó mi hermana: «Me parece que papá ha muerto». El disgusto por la muerte de las personas que queremos no es porque lo vayan a pasar mal, es porque nosotros no vamos a disfrutar más de ellas. Es un disgusto egoísta. Yo ya no puedo hacer una consulta sobre latín a Jaume Vallcorba. Y el caso de Enric Miralles. Amigos a los que no les tocaba.

Cuenta en el libro que tiene prevista una fiesta para cuando muera. ¿La tiene diseñada?

Mucho. Alcohol, hierba, rock. Juli Capella, amigo íntimo y padrino de mi hija, dice: «Óscar, iremos todos en silla de ruedas». Y yo le dijo: «No, Juli, tengo amigos jóvenes». Lo envidiaba de Salvador Dalí y lo estoy logrando. Le gustaba estar con gente joven, por eso le gustaba estar conmigo. Y a mí me pasa: tengo buen rollo con gente joven.

Cuenta usted que Dalí se dio cuenta de que moriría cuando le operaron de la próstata a los 73 años. ¿Usted ha pensado alguna vez que iba a morir?

Hubo un momento en el que oriné sangre y me asusté un poco. Fui al médico y dijo que podía ser una infección. Que había el 30% de posibilidades de que fuera un cáncer de próstata. Un mes después me hicieron otro análisis, fue bien y salí gritando por la calle. Es el único momento en que pensé en ello.