Una novedad en este libro en relación a otros anteriores suyos es el uso del lenguaje coloquial. ¿Qué le ha impelido a emplearlo?

Es en la sección central, Panteón, escrita en 2018, donde, me parece, surge esta propensión a cierto coloquialismo. Creo que es, sin embargo, un falso coloquialismo, o un coloquialismo atravesado por una sintaxis que podría calificarse de «flotante» (le robo la expresión a Bernard Banoun, que ha traducido Panteón al francés). En cierto momento me vi escribiendo de un modo, no diría automático pero sí hasta cierto punto torrencial, unos poemas que exigían el carácter de una escritura continua muy apegada tanto a la oralidad como a las prospecciones en la memoria. Creo que es de esa alianza entre una dicción de confidencia y un paseo intramuros de la experiencia vivida lo que produce esta escritura hasta cierto punto conversacional pero con una pizca de inconsciente resonancia proustiana. Proust es, creo, el único nombre de escritor que aparece en el libro. Y acaso un día los críticos aduladores —esa especie en peligro de inflación— dirán que cada uno de estos poemas es una Recherche… en miniatura… Y hasta les pagarán por ello.

Abunda en esta obra el poema largo y narrativo. ¿Puede hablarnos sobre ello?

Seguiríamos situados en la parte central del libro, el ojo del huracán, si me lo permite: Panteón. Es un conjunto de tumbas. Y cada tumba esconde una historia, una biografía, un relato borrado. Restituir algunos de esos relatos, apalabrar la ausencia, proferir lo que el silencio conserva es una de las posibles lecturas de esa serie. Hay que ir, por lo tanto, trenzando palabras, yuxtaponiendo bloques de memoria, como quien construye un edificio con los restos hallados en un conjunto de ruinas. La narración habrá de estar, en este sentido, sembrada de imágenes que remiten a momentos diversos que se conjugan en una unidad inestable. La extensión de los poemas da cuenta de este proceso casi arqueológico de búsqueda, buceo, rescate, ensamblaje, construcción, refugio.

Los afueras en que transcurren las experiencias que refieren estos versos son muy distintas, desde discotecas sórdidas hasta montañas alpinas. Cuéntenos.

También hay sordidez en los Alpes, aviso… En efecto, los escenarios, por decirlo así, de estos poemas son un reflejo de cierto vagabundeo propio de los años en que se escribieron: entre 2013 y 2018. Al principio yo estaba todavía en Madrid, en 2015 regresé a Tenerife y entre medias hubo estancias en Suiza y otros lugares. Me interesa incorporar al poema cualquier espacio que pueda ser determinante para la intensidad de la experiencia, lo que otros han llamado epifanías. Por eso la irradiación de un sendero alpino no tiene por qué ser más o menos significativa que la mugre de una discoteca junto al mar o la avenida peatonal que cruza una ciudad de provincias.

A propósito de los Alpes. Ha traducido a varios poetas suizos, entre ellos a Maurice Chappaz. ¿Hay ecos de las montañas de Chappaz en las suyas?

Creo que algo debe de haberse filtrado, sí. En el caso de Chappaz, estaba traduciendo su libro La alta ruta (que publicó luego Periférica) en 2013, en el pueblo de Raron (Alto Valais), donde escribí El lugar de la nieve, la segunda sección del libro. Sería pretencioso decir que en mi libro aparece algo de Chappaz, un autor cuya vida y escritura son absolutamente fascinantes. Yo no he recorrido altas rutas alpinas. Pero ojalá que el crujido de la nieve que cae de unas ramas o el gorjeo de unos pájaros ateridos, esas imágenes que surgen de improviso en los poemas, ojalá que unas pocas migajas de mis lecturas y traducciones de Chappaz hayan caído como copos sobre mis poemas.

Frente a anteriores poemas que exaltaban el goce de la existencia, la plenitud del instante, en este frecuenta como nunca las sombras de los muertos. ¿Responde ello solo a su acuse del paso de los años?

Bueno, posiblemente ya desde el principio hubo una cierta obsesión por lo desaparecido. La serie La crepitación, escrita entre 1991 y 1992 (tenía yo la friolera de veinte años) gira en torno a un hermano muerto que no es sólo producto de la imaginación, sino, diría, concentración de una serie de temores y afectos vinculados a historias familiares. Es verdad que en libros posteriores intenta combatirse este mundo de infaustas apariciones con un erotismo o una luminosidad que, sin embargo, y si mi lectura no es equivocada, están siempre al borde de una especie de extinción. Ahora, en este libro nuevo, las sombras de los muertos se desbordan, pero lo peculiar, me parece, es que cobran figura y hasta voz, se corporizan, diría, sin dejar de ser ceniza soplada en el papel. Un papel que es una lápida pero también una carta de amor, muchas veces.

La memoria, madre de las artes, es asunto sempiterno de la escritura poética. En su caso a veces se manifiesta como pasmo ante la facultad de recordar, en otras como digresión acerca de cómo los otros recuerdan lo mismo, y, en otros más, como pregunta por la posibilidad de una memoria anterior al lenguaje y anterior incluso a la especie humana misma. Cuéntenos.

La memoria es todo un misterio. Creo que sigue siéndolo para la neurobiología y otras ciencias que la estudian, aunque cada vez se avance más en su conocimiento. Siento lo fluctuante de la memoria como una oportunidad de enlazar pasajes lejanos de mi vida con vivencias del presente. Y, otras veces, me doy cuenta de que hay una especie de patrón que hermana ciertos recuerdos, por ejemplo el de los vínculos con los amigos de infancia y el de las relaciones más turbias de la adolescencia. Los hermana y los contrapone, claro. La poesía busca romper el muro que el lenguaje ha construido entre nosotros y nuestro pasado anterior al lenguaje. Pero romper un muro usando el propio muro parece una paradoja y se corre el peligro de levantar otro muro aún más ominoso. Por eso, como decía Italo Calvino que hizo Guido Cavalcanti, a veces lo que hay que hacer es simplemente saltar los muros con la agilidad de un felino.