Charlie Parker —el detective de ficción creado por John Connolly, no el músico de jazz, aunque el nombre no está buscado al azar— murió el día en el que abandonó su casa tras discutir con su mujer y un asesino en serie, aprovechando la ausencia, entró en el edificio y asesinó brutalmente a su esposa y a su única hija. Aunque Parker no falleció físicamente en aquel asalto, sí lo hizo su parte no corpórea. La etérea. La que no se ve, pero que impregna las relaciones con los demás. Aquel suceso trágico (por supuesto ficticio) le sirvió a Connolly para armar un personaje insolente, al que la vida le da igual porque ya le queda muy poco a este lado —y que tiene mucho al otro—, y que lucha por sobrevivir, pero tampoco con demasiado énfasis. Lo justo. Así que los, hasta ahora, 18 libros que forman parte de la serie de este detective —apesadumbrado y roto por la vida— son como la bola extra de un personaje antiguamente feliz, pero que a lo largo de las miles de páginas que ya acumula este enorme relato (y las que quedan) se permite muy pocos momentos para el goce, para el disfrute. Lo mismo ocurre —como no podía ser de otra forma— en Antigua sangre, la última novela de Parker y en la que el detective tiene que enfrentarse al mejor villano jamás creado por Connolly.

El escritor irlandés sabe perfectamente que ese malo es uno de sus mejores personajes. Por eso ha estirado tanto el chicle, sin llegar a romperlo aún. La primera aparición de Quayle —que así se llama este siniestro ser sin edad y casi sin rostro— fue en la Mujer en el bosque y ya allí su presencia y la de su acompañante Pallida Mors (que nadie sabe aún si está viva o, como el detective, hace tiempo que no habita este mundo) logró eclipsar a la de Parker, erigiéndose como el verdadero protagonista del relato. En Antigua sangre ocurre algo parecido. Solo que Connolly ha decidido cambiar los esquemas. Esta vez no es Quayle el que persigue a Parker a través del verde estado norteamericano de Maine (que esta serie semipoliciaca este ambientada en esa zona de Estados Unidos tampoco es fruto del azar); ahora los papeles se han cambiado y es Parker el que va detrás del mejor malo del escritor irlandés. En definitiva, lo que hace Connolly es sacar al detective de lo que los pedantes modernos llamarían la zona de confort y lo lleva a un viaje a través de la frontera americana con México y por Europa, por Ámsterdam y parte de Reino Unido. Connolly juega en casa, lo mismo que Quayle; Parker no. Ahí está la gracia.

Al final, Antigua sangre acaba convirtiéndose en un reguero de historias entrelazadas. Historias ligadas a la religión (la musulmana y la cristiana) y los antiguos ritos paganos. Es un intento del autor de poner de manifiesto las escasas diferencias que hay entre las formas de rendir culto a los dioses antes y ahora. Pero, en sus 764 páginas, la novela también es una historia de fantasmas. Si han llegado hasta aquí y aún no han leído nada de Connolly, quizás esta última afirmación les sorprenda. Pero, para el irlandés este mundo y aquel otro están separados por una línea tan fina, finísima, que en ocasiones es inevitable estar saltando de un lado al otro. Por eso (y no les desvelo nada de la trama con esta revelación) Jennifer —la hija de Parker— vuelve a romper esa línea. No es la única que cruza la frontera. Porque Connolly, si no lo han adivinado ya, lleva años afianzado como el Stephen King (que vive y ambienta muchos de sus libros también Maine) de la novela negra. Aunque, al igual que todos sus fantasmas, Connolly cruza, de la mano de Charlie Parker, la línea entre la novela negra y la de terror sin ninguna dificultad.