Parece ser que una característica del ser humano consiste en intentar superar sus registros vigentes hasta el momento. Visto así, tal afán de superación podría considerarse una noble virtud. Sin embargo, la apreciación se desploma cuando las marcas en cuestión son tan sorprendentes como ridículas, o cuando se alcanza un punto donde la desproporción desnaturaliza la hazaña y la convierte en absurda. El famosísimo Libro Guinness de los Records recoge entre sus páginas competiciones verdaderamente sorprendentes: los pelos de las orejas más largos, el peso superior arrastrado con las cuencas de los ojos, el mayor número de sartenes dobladas o la concentración más multitudinaria de personas disfrazadas de pitufos sirven como ejemplos bastante ilustrativos. Sin duda, sus acreedores presumen de unas gestas insólitas, pero llega un momento en el que esos supuestos méritos devienen en un hecho grotesco.

Abundando en este panorama, la saga Fast & Furious presenta su novena entrega con una sorprendente salud en lo que se refiere a la aceptación por parte del público. Las millonarias cifras de taquilla tampoco se quedan atrás. Sin embargo, su pervivencia se basa única y exclusivamente en la grandilocuencia y la exageración reiteradas. Viendo la séptima parte recuerdo haber considerado que sus secuencias tan excesivas traspasaban la ciencia ficción para entrar en la categoría de lo imposible. Y lo cierto es que, tras aquel estreno de 2015, el empeño por mantener los estereotipos y estirar el chicle permanece inalterable.

Reconozco la buena mano del realizador Justin Lin para las escenas de acción, así como su habilidad en la técnica y la narración visual. Lástima que esa cerril insistencia en batir una y otra vez la espectacularidad provoca, al menos en mi caso, un efecto contrario al pretendido. Bastante me cuesta ya soportar la sobredosis de estilo macarra y bravucón. En cualquier caso, la franquicia optó en algún momento por el “más difícil todavía” y degeneró en un circo con el único objetivo de dejar boquiabiertos a los espectadores. Desde una estricta visión del entretenimiento, dicha decisión tal vez albergue algún sentido, pero conviene no olvidar que el cine no sólo es un pasatiempo, máxime ante un metraje de casi dos horas y media.

Dom Toretto lleva una vida tranquila junto a Letty y su hijo, aunque el peligro siempre les acecha. Su equipo se vuelve a reunir para impedir un complot a escala mundial liderado por uno de los mejores conductores y asesinos más peligrosos a los que se han enfrentado. Un hombre que, además, es su propio hermano desaparecido.

El problema estriba en que ya se ha anunciado la décima entrega de la saga, y mucho me temo que andarán maquinando también la undécima. Cuesta imaginar qué mayor sobredimensión y exageración cabe, si bien estos guionistas son muy capaces de ponerles capa a los personajes y echarles a volar. Es bien sabido que el papel lo aguanta todo y, al parecer, la pantalla también.

Vin Diesel encabeza de nuevo el reparto. El peculiar actor ha basado su carrera sobre este serial y está muy mediatizado por él, hasta el extremo de que cuesta creer que su primera aparición en el cine tuviera lugar en Despertares, de Penny Marshall o que interviniera en Salvar al soldado Ryan. Cuando se habla de Diesel sólo se piensa en Dominic Toretto.

Le acompañan Michelle Rodríguez (Viudas, Avatar, En el filo de las olas) y John Cena, un icono de la lucha libre que terminó adentrándose en el terreno de la interpretación.

Figuran asimismo en el equipo artístico Charlize Theron (Las normas de la casa de la sidra, Monster, El escándalo), Helen Mirren (The Queen, Gosford Park) o Kurt Russell (Decisión crítica, Conexión Tequila), y en esta ocasión han incorporado al reparto a un par de famosos cantantes: Don Omar y Ludacris.