-Primer disco con canciones nuevas desde ‘La llamada’ (2017). ¿Creadas en tiempo pandémico?

-La mayoría de las canciones han surgido en la pandemia, pero son historias y temas que me venían persiguiendo desde hacía tiempo. Como en la primera canción, ‘No soy’, que comienza diciendo “no soy el cantautor que ha venido a arreglarte la vida”. Refleja una revisión de la imagen del cantautor, con su pretendida autoridad moral e intelectual. En ‘Cállate y baila’ también se aprecia. Aunque todo eso adquiere otro significado con la pandemia.

 

-¿En qué sentido?

-Si algo hemos perdido es una cierta visión periférica, porque nuestra mirada sufre un efecto túnel, en el que perdemos la perspectiva. El disco refleja una pulsión por recuperar esa visión. Ha resultado ser mi álbum con más colaboraciones, de un modo inconsciente. ‘Un último acto de rebeldía’ sale de ahí. Odio romantizar el confinamiento: nos ha permitido evaluar y hacer introspección, pero ha mostrado las desigualdades y las costuras del sistema en un momento en el que se necesitaba un relato épico para salir mejores de todo esto.

 

-Esa ingenuidad. ¿O no lo es?

-Es pronto para decirlo. Pero en la economía, el FMI dice ahora que hay que gravar las rentas altas y las sucesiones, y que la austeridad ya no tiene sentido. Hay un cambio de tendencia. Hemos descubierto que tenemos vecinos y se han creado lazos de solidaridad que eran impensables. Sí que creo que algo va a cambiar y que va a dejar alguna enseñanza.

 

-Hablaba de la autoridad moral del cantautor. ¿Se ha visto alguna vez a sí mismo como una figura aleccionadora o condescendiente?

-Cuando tienes veintipico años crees saberlo todo. Grabé mi primer disco y la industria musical para mí era territorio hostil. Estaba a la defensiva y cualquier cosa me parecía una concesión. Con el tiempo te vas relajando. La paternidad tiene que ver con ello, porque te obliga a no ponerte en el centro y te hace darte cuenta de que a veces caes en cierta solemnidad, lo cual no reprocho, porque no está tan mal que alguien se ponga solemne en un momento en que nadie lo hace. Ahora hay una tiranía sobre quien se toma en serio. Todo tiene que ser superficial. Pero revisar estos tópicos me parece saludable.

 

-‘Fahrenheit 451’ parece augurar el asesinato de la cultura.

-Va de la construcción de la posverdad. Ray Bradbury hablaba de la quema de libros como una herramienta para sumir a la ciudadanía en el letargo y la desmemoria. Hay esa cita suya de que con el tiempo hemos visto que no hacía falta quemar los libros para construir esa posverdad. Lo vemos en pantallas de televisión y redes sociales, que nos hacen desconectar los unos de los otros, reafirmándonos en nuestros prejuicios. Hay esa cultura del zasca, algo que odio: no se argumenta, sino que se busca humillar al contrario. Y eso se ha trasladado a la realidad, a la política.

 

-Pablo Alborán participa en ‘La primera que despierta’. Se suponía que entre cantautores comprometidos y cantantes melódicos había una línea roja.

-Hay que evitar esos prejuicios. Si le preguntas a Pablo por sus referentes, Serrat es ineludible. ¿Esas separaciones existen en Estados Unidos? Yo creo que no. En los años 70, Juan Carlos Calderón trabajó tanto con Serrat como con Julio Iglesias. En ‘Los 40 Principales’ sonaban los dos, y Nino Bravo, y Víctor Manuel. Había esa convivencia. Ahora se han hecho comunidades estancas. Aunque tenemos a C. Tangana.

 

-¿Le parece que ‘El madrileño’ es un disco importante?

-Tiene cosas que me gustan mucho, y destaco su inteligencia. Podría haber elegido a muchos artistas, y va y elige a Toquinho, Drexler, Calamaro y Kiko Veneno. Se podrá decir que es marketing, pero podría haber elegido a Bad Bunny, y se decantó por ellos, con un respeto que se respira en el disco y en los videos. Tangana demuestra que cuando te liberas de prejuicios, la cosa funciona.

 

-Su primer disco lo grabó en 1997, y ya en aquellos años se hablaba de la crispación política como algo insoportable. Y ya ve como estamos.

-Es que al ruido de ahora no hemos llegado de la noche a la mañana. Ha habido un proceso. Yo intento hacer un ejercicio de desapasionamiento para no sumirme en la melancolía, pero no pienso caer en el derrotismo. El problema es esa polarización que alimenta el sectarismo, con una trinchera que te evita el contacto con quien piense de forma diferente. Yo jamás dejaré de leer a Vargas Llosa, aunque esté en mis antípodas ideológicas, o a Pérez-Reverte, con quien después discreparé y a lo mejor resulta que los dos estamos equivocados.