En el epílogo de 1976 a la segunda edición de La casa herida, redactado una década después de la aparición de la novela, Horst Krüger desliza la reflexión que sustenta el material narrativo que hemos leído con una mezcla de devoción y espanto. El brevísimo fragmento, de resonancias kafkianas, dice así: «Cuando un escritor asiste a un juicio, ¿puede acaso identificarse con alguien que no sea el acusado?». El juicio al que Krüger se refiere aquí es el de Auschwitz, que tuvo lugar en Fráncfort en 1964 a iniciativa del fiscal general Fritz Bauer, pero es obvio que quienes se sientan en el banquillo de los acusados no son sólo Robert Mulka, Wilhelm Boger u Oswald Kaduk, los administradores de la muerte en masa, entendida como parte de un proceso industrial, sino Alemania entera, incluido, por supuesto, el propio escritor.

La casa herida indaga en la pregunta del millón, la misma que tantos novelistas, historiadores y filósofos se han venido haciendo desde el colapso del Reich en 1945: ¿cómo fue posible aquello? ¿Cómo fueron posibles la colectivización del delirio, la indulgencia con el totalitarismo, la tibieza moral de un país? ¿A qué fuentes psicológicas, sentimentales e intelectuales debemos acudir para rescatar de la sinrazón a varias generaciones de alemanes y constatar los motivos de una conducta que arrasó un continente, toleró un genocidio y supuso, a efectos prácticos, la cancelación de los empeños de la Modernidad y de la confianza en el progreso como coartada histórica? Las preguntas, como es fácil colegir, son demasiado vastas para encerrarse en el cuerpo de una obra no precisamente extensa, y sin embargo La casa herida logra, por los fecundos caminos de la introspección, abundar en estas complejísimas cuestiones con más éxito que cientos de volúmenes de investigación en las fuentes del derecho, de las costumbres o de la ética.

Krüger ejerce de forense mediante su empeño por hacerle la autopsia a una familia compuesta por una madre católica, un padre protestante, una hermana suicida y un muchacho pacífico, el propio novelista, que nunca conoció el miedo, el hambre o el desafecto, que pudo estudiar en buenos colegios, fue amado sin estridencias y desconoció las dentelladas de la pobreza o del temor al mañana, y que sin embargo, en aquel vientre cálido y anodino de la pequeña burguesía de las afueras de Berlín, vio cómo poco a poco la sombra del hitlerismo se extendía con la tenacidad de una plaga. La casa herida es, en realidad, la radiografía de todos esos «buenos alemanes» que incubaron el huevo de la serpiente para acabar siendo devorados por la bestia que acogieron en sus gestos negligentes, en su solidaria indiferencia. Así, al extender el campo de batalla del nazismo a los mismos hogares que la guerra acabaría por devorar, Krüger retrató a un país entero bajo una luz cruda y coherente, la que arroja una novela que, más de medio siglo después de su publicación, continúa proponiendo una lectura conmovedora y pedagógica del desastre.