Luis García Berlanga se quedó con las ganas de hacer una película sobre el accidente atómico de Palomares. Una noche, en el restaurante y bar de copas, Mayte Commodore, a mi regreso de Palomares, me pidió que le contara lo que había vivido tras un mes siguiendo desde Vera, y el campamento de los soldados estadounidenses, uno de los episodios que pudieron haber sido muy dramáticos y, afortunadamente, las bombas no estallaron y fueron recuperadas. No perdí la ocasión de proporcionarle datos y personajes sobre lo ocurrido en la playa almeriense, lo que me hizo gran ilusión. En aquella charla nocturna no pude por menos que decirle: «Todo lo que te contaré la gente dirá que son cosas de Berlanga. No se lo creerán».

Conocí a Luis en el Parque Ribalta de Castellón, una noche del festival CIDALC, manifestación del cine en la música y la danza que organizó el Ateneo Mercantil de Valencia. Luis había acudido a dar prestigio a aquel acontecimiento que durante unos días tuvo repercusión en las tres provincias de la Comunidad Valenciana.

Mi segunda entrevista a Luis ya fue en Madrid. Acudí a su casa en la calle Alonso Cano y en la puerta tenía una alfombrilla que decía «Bienvenidos». Interpreté que ello era debido a la película y no era así. Los fetiches de Luis eran novelas eróticas. Mis relaciones con Luis fueron constantes porque durante un tiempo coincidí con él en mis noches de joven reportero. Un fin de año estuve con él y su esposa María Jesús viendo a la cantante Dona Higtower. Los jóvenes reporteros de la época buscábamos noticias en lugares en los que se reunían personalidades del cine, la cultura e incluso de la política. En Mayte se podía ver a exiliados argelinos y en sus aledaños en un coctel al nazi Otto Skorzeny, que no se dejó entrevistar. Luis tenía como contertulios a gentes del ramo y actores y actrices con los que trabajaba cinematográficamente, Su tertulia gastronómica la tenía en el restaurante La Zamorana.

Con él vi más de un partido de fútbol en el Bernabéu. Acudía a ver al Valencia con el que sufría. Eran tiempos en que Di Stefano mandaba y el equipo valencianista había dejado atrás la etapa gloriosa de los títulos de Liga y Copa. A la salida casi nos dábamos el pésame. Luis tuvo etapa deportiva muy desconocida. Un día me relató sus esfuerzos por participar en las pruebas de atletismo de la pista de Vallejo. «Como era muy delgadito», me contó, «desde las gradas había quien me llamaba sardinilla».

Luis tenía afinidades con actores y actrices por diversas circunstancias. Con Luis Ciges tuvo amistad porque además de coincidir como forzados voluntarios en la División Azul, éste era hijo del republicano gobernador civil, Ciges Aparicio, que fue fusilado por los franquistas.

Luis insistió en su deseo de Palomares y le relaté lo que entendí que era material para la película. El único hotelito de Vera estaba ocupado por los militares de graduación. Allí acudía a lustrarles las botas Serranito III, un ex novillerito que estaba acogido al convento de las Hermanitas de los Pobres. La única víctima fue el gato del médico de Vera, Allí habían llevado a un piloto herido, envuelto en el paracaídas de nylon. Sobre este durmió el animal y al día siguiente apareció muerto. Tal anécdota fue censurada y no se publicó.

A la entrada del campamento, el barbero de Palomares había llevado su sillón de asiento de rejilla y había plantado tres puertas rotas con las que delimitar una especie de cuarto. En el dintel colocó un cartel que decía: «Joes. Barber shop». A los habitantes de la zona y a los cuatro periodistas que cubríamos la noticia, un miembro de la Junta de Energía Nuclear, que con un contador Geiger repasaba la tierra, en busca de residuos nucleares en tierras contaminadas, también nos pasó su artilugio sobre nuestros zapatos. En el campamento vendían tabaco rubio y los más avispados del lugar lograban entrar y adquirir unos cartones con los que había con la reventa un dinerito asegurado.

Las cenas en Garrucha eran a base de gambas que estaban tiradas en el mercado. A pesar de la supuesta contaminación de las aguas había marineros que no dejaban de pescar a pesar del decaimiento del negocio. El personaje de aquellos días era un catalán, Paco Orts, que tenía su barco en Aguilas y acabó siendo «Paco el de la Bomba». Los americanos trajeron dos minisubmarinos, pero no daban con la bomba perdida. Paco insistía en señalar el lugar en el que estaba el artefacto porque presenció su caída. «Si me dejan a mí la sacaré». Los estadounidenses acabaron creyendo que el artilugio estaba donde él decía. Finalmente la bomba fue rescatada.

Políticamente, el Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga y el embajador de Estados Unidos, Angier Bidle Duke se bañaron en las aguas para dar sensación de que allí no había ningún peligro. Fraga aprovechó para inaugurar el Parador de Turismo de Mojacar y promocionar el Meyba como bañador. La operación Flecha Rota con que los norteamericanos bautizaron su estancia en Palomares, tuvo antes de su finalización otro accidente importante. Un avión carguero que traía material para el campamento de Vera se estrelló en el Mulhacén.

Por fin, siguiendo las instrucciones de Orts la bomba fue pescada. La película de aquello función que mezcló el drama con el sarcasmo acabó en Viernes Santo. Los periodistas fuimos invitados a subir al Albany, buque insignia de la VI Flota, para comprobar que el rescate se había consumado. Le conté a Luis que montado en la barcaza que me llevaba al buque volví al vista atrás y vi el espectáculo de Vera. Estaba subiendo la procesión del día al Calvario. Le dije que la imagen que yo veía como final era similar a la de la banderita de USA que flotaba en la acequia tras el frustrado paso de los americanos por Puebla del Rio. La censura se cargó el proyecto.