El imaginario rural es fértil en aportaciones al refranero popular y al repertorio fraseológico isleño. Esta tendencia a la construcción de metáforas animales relacionadas con el entorno doméstico y rural, así como con los atarecos y aperos de labranza es común a las lenguas románicas, y también habitual, como hemos visto, en el español de Canarias. El refrán se inspira en una labor agrícola tradicional, cual es la de arar la tierra con bueyes. Aunque la mecanización del campo es algo que se ha ido implantando de manera generalizada, al menos hasta hace unos años, era una imagen habitual la yunta de bueyes que tiraba del arado y era conducida por el boyero con la «lata» o vara.

«Un buey solo no ara» es un refrán que advierte de la conveniencia de estar o vivir en compañía, es decir, de que las personas no estén solas. Que viene a ser lo mismo que aquel «rezado» de nuestras abuelas cuando decían «que el hombre no está hecho para estar solo» (animando sobre todo a los varones de cierta edad a abandonar la soltería). Lo que conduce casi ineludiblemente al emparejamiento y al casamiento. El dicho se fundamenta en una deducción simple construida sobre la premisa de que, desde tiempo inmemorial, se ha arado con dos bueyes u otras bestias, pero siempre en pareja. Una primera lectura nos sitúa frente a la pulsión presente en todas las especies de garantizar la supervivencia como tal. Y procrear es el único modo de dar continuidad a la estirpe y a la propia especie, lo que explicaría la inclinación a vivir en pareja. Todo ser vivo (y el Homo sapiens no es una excepción) tiene programado en su ADN como una prioridad elemental la reproducción que garantice la continuidad de la propia especie. Pero el símil, en un contexto tradicional, tiene también una lectura con raíces socioculturales bien profundas.

Me ha parecido ver un parangón en el «mito creacionista» judeocristiano. Se dice en Génesis 1 que, en el sexto día, creó Dios al hombre a su imagen y semejanza, «varón y mujer los creó». Y continua el relato bíblico más adelante: el Señor puso al hombre en el jardín del Edén para que lo cuidara y cultivara, pero se dio cuenta que no era bueno que el hombre (Adán) estuviera solo. Entonces creo a la mujer (Eva), «hueso de sus huesos y carne de su carne». Y concluye: «Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, [y] se unirá a su mujer […]», lo que parece dar susento al concepto más tradicional de pareja como basamento de la familia.

Más allá de que este mito pueda ser considerado uno de los pilares ideológicos de la androcracia, hay quienes han visto en la cosmogonía del Génesis la «creación» de un hombre primigenio de clara orientación andrógina («varón y mujer los creó») y, por tanto, privado inicialmente de la capacidad de reproducirse; facultad que adquiere y se hace posible en una segunda fase en la que aparece la mujer, para dar cumplimiento al mandato del «creador»: «sed fértiles y multiplicaos y llenar la tierra» de descendencia. Pero más allá de esta digresión que se mueve entre el «no es bueno que el hombre esté solo» del mito creacionista y «el hombre no está hecho para estar solo» de las abuelas, a estas alturas parece claro que el hombre es un «animal sociable» y, por tanto, predispuesto a la compañía y a la vida en pareja. Aunque sea tan simple como lo expresa aquel otro refrán que dice «el buey suelto bien se lame, pero si hay dos, se lame mejor». Si bien hay quien aprecia la libertad de estar solo y hacer lo que le plazca («el buey solo con el cuerno se rasca») o lo que podría ser el antónimo del ideal promulgado por el dicho sobre la conveniencia de vivir acompañado: «Hombre casado, burro amarrado», que advierte de los inconvenientes que para el varón supone el matrimonio. Y es que, como se suele decir, a veces «es mejor estar solo que mal acompañado», aunque no es menos cierto que mejor estar en buena compañía que solo.