Pablo Ferrández (Madrid, 1991) pone punto y final a su residencia con la Orquesta Sinfónica de Tenerife con un concierto que tendrá lugar este viernes 11 de junio en el Auditorio. Será a partir de las 19:30 horas en la Sala Sinfónica del recinto cultural del Cabildo tinerfeño.

¿En qué ha consistido la residencia que finaliza esta semana con el concierto con la Sinfónica?

Una residencia es la mejor oportunidad que puede tener un solista para conectar realmente con una orquesta y con el público de una región, en este caso con la Sinfónica de Tenerife y con el público de la Isla. Gracias a esta residencia, este año he venido tres veces y he tocado con la orquesta tres repertorios totalmente diferentes. Es una oportunidad genial para conectar con ellos a un nivel y con una profundidad que nunca podrías tener solo con un concierto. Normalmente cuando participas en uno solo tienes un par un ensayos, tocas y te vas. No es una relación muy profunda, por decirlo así. Al tener una residencia, puedes adentrarte muchísimo más en numerosos aspectos musicales y conoces a los miembros de la orquesta. Tocar con la Sinfónica de Tenerife y estar en el Auditorio ya es como volver a casa y ver a los amigos. Es un privilegio, una pasada.

La Orquesta Sinfónica de Tenerife fue de las primeras en volver a los escenarios después del confinamiento, ¿es un caso aislado o ha tenido más oportunidades de tocar este año?

Para nada ha sido algo habitual. El año ha ido cambiando muchísimo. Al principio sí era posible tocar en Europa pero luego se volvió a cerrar todo. Yo empecé a hacer, sobre todo, conciertos en streaming. El único sitio donde dejaban tocar con público era en España y no en todas partes. En Tenerife fue posible y todos los conciertos de la residencia se hicieron con público. Eso, desde luego, fue un regalo. Tocar para gente es algo extraordinario. Me he dado cuenta de que vivo para eso. No tiene sentido tocar para una sala vacía. Vivimos para esa energía que podemos transmitir al público y que el público nos ofrece a nosotros, porque es algo que va en las dos direcciones. Esto me ha dado la vida. Los conciertos con la Sinfónica de han sido un regalo maravilloso.

Este viernes día 11 de junio no estará solo sobre el escenario. Estará acompañado, además de por nuestra orquesta, por el violinista Emmanuel Tjeknavorian para interpretar el Concierto para violín y violonchelo de Brahms.

Este concierto es, la verdad, una rareza en el repertorio de un solista. Normalmente, un solista actúa solo y en este se necesita a otra persona. Hay solo dos obras que se pueden compartir en el escenario con otro solista: el triple de Beethoven y el doble concierto de Brahms. Este concierto es una obra maestra del repertorio solista, es casi una sinfonía gigante con dos solistas. Como música es absolutamente maravillosa. Es una de mis obras favoritas y siempre que la toco la disfruto muchísimo. Es como tocar música de cámara con otro solista y con una orquesta que no tiene un papel secundario. Muy al contrario, la orquesta tiene un papel muy principal y es como si fuera un gran grupo de cámara a tres voces. De hecho, muchas veces nos vamos pasando las voces: yo empiezo un tema, lo sigue el violín y luego lo toca la orquesta. Eso me alegra. Acabar la residencia con esta pieza es fantástico.

En los conservatorios es habitual que muchos de los que empiezan a estudiar música se decanten o por el piano o el violín, ¿por qué escogió usted el violonchelo?

Empecé con el chelo a los tres años y obviamente no lo elegí yo. Lo escogieron mis padres y me pusieron uno pequeñito en las manos. Ni me acuerdo de cuándo empecé a tocar. Mis primeros recuerdos son que yo me llamaba Pablo y tocaba el chelo. Me gustó, se me daba bien y nunca me planteé hacer otra cosa.

Y de ese chelo pequeñito que sus padres pusieron en sus manos ha pasado al que tiene usted ahora: un Stradivarius.

Sí, ahora estoy tocando un Stradivarirus, que es una pasada de instrumento. Es un préstamo de la Fundación Nippon. Y sí, desde ese chelo minúsculo con cuerdas de juguete a este último la verdad es que ha llovido mucho.

¿Se ha detenido a mirar por qué manos ha pasado ese chelo desde finales del siglo XVII? Debe dar un poco de vértigo.

Claro, la historia del instrumento se conoce. Antes que yo, lo tocaron dos muy grandes chelistas que fueron Janos Starker –que lo usó 14 años e hizo la mayoría de sus grabaciones con él– y Gregor Piatigorsky, otro grandísimo chelista que lo tocó durante dos años.

La música rusa es otro de los fijos en su repertorio, ¿cierto?

Sí, es muy importante para mí. Estudié con una profesora rusa durante siete años, Natalia Shakhovskaya. Era una de las grandes leyendas de la escuela rusa y gracias a eso decidí grabar la sonata de Rajmáninov en mi primer disco con Sony. Es un homenaje a la influencia de la música rusa en mi vida y una especie de homenaje a ella también.