José Luis Cuerda (Albacete 1947, Madrid, 2020) dejó este mundo hace poco más de un año —en pleno ascenso de la tercera oleada de la covid— víctima de una embolia cerebral. Pocos cineastas, sin gozar del fervor ni la fama que acompañan a estrellas y galanes de moda, han dejado una huella tan profunda y singular en la historia del cine español.

Cuerda fue un narrador de imágenes, un potente cineasta de autor pero también escribidor de su propia crónica, como lo atestiguan sus Memorias fritas (2019) con las que se despidió a su manera —ruda, elegante e incisiva- de la vida, amigos y seguidores. Es por ello que le dedico esta reseña. Y es que Cuerda fue un sujeto y objeto cultural —a su pesar— de primera magnitud. Pensador de lo cotidiano, crítico y practicante de lo esperpéntico y lo metafísico. Un soñador con los ojos abiertos que presenta lazos de parentesco con los dos luises de oro de nuestra cinematografía: Luis García Berlanga y Luis Buñuel. Entre los tres y alguno más, nos han ayudado a entender algo mejor esta suma de intangibles que se ha dado en llamar España y a sus pobladores.

Cuerda desarrolló una vida profesional de espaldas a la corrección política. Conoció, del que fuera séptimo arte, todos los ángulos, facetas y aristas; dirigió películas insólitas que me dejaron patidifuso o boquiabierto pero bien dispuesto a comentar sus imaginativas ocurrencias y desvaríos. Me ocurre cada vez que vuelvo a ver: Amanece, que no es poco; El bosque animado, o La lengua de las mariposas… Esos disparos impensables contra el Sol que no sale por donde toca, efectuados por un comandante de puesto de la Guardia Civil (gran admirador de William Faulkner, por cierto); esas dos hermanas solteronas que lo ignoran todo de los gozos de la vida en esa Galicia profunda; ese niño de ojos enormes y asombrados que adora a su maestro y se suma —a la fuerza— a un populacho enfebrecido por falangistas y matones de la ultraderecha para su linchamiento, tras ser acusado de rojo.

Cuerda fabricante de perdedores —él procedía del bando ganador de la Guerra Civil de 1936 a 1939— nos ha dejado un libro singular que es resumen y testamento cultural con sabrosas ilustraciones. Un texto para ser leído con reposo; libro de dejar y tomar cerca de un lapicero y un cuadernillo de notas. Exhibición de socarronería temperamental y lucidez filosófica con el que conocer su vida familiar en Masegoso (pueblo de sus padres) junto a una foto del Somatén local con 17 miembros visibles, bandera y madrina, agrupación a la que pertenecían su tío y su abuelo; su paso por los seminarios de Hellín y Albacete, los jodidos años de estudiante en Escolapios donde acumuló experiencias brutales como la del señor Aparicio «que nos formaba en el espíritu nacional con correajes y camisa azul falange, se quitaba el cinturón y mientras aporreaba el tablero de la mesa con la hebilla, nos ilustraba…: A los rojos había que darles así, así y así».

Su padre no conoció más oficio ni beneficio que el de ser un jugador de póquer sintético (han leído bien) que ganó en una mano un piso en Madrid. En estas falleció su madre… Y en la capital, el colegio Athenea y la universidad que le metió en la militancia clandestina en el PCE, el conocimiento de las mujeres y el interés por la cultura. José María Carreño (compañero en la Escuela de Publicidad), gran lector y crítico en Film Ideal, lo acercó a la cinefilia. Frecuentó cineclubs y tertulias; trabajó como documentalista en TVE… De ahí a crecer como cineasta y guionista ya no había más que un paso y lo dio.

Interesa lo que escribe sobre sus películas y guiones, destacando su colaboración (como productor) con Amenábar y su trabajo con los relatos de Manuel Rivas; su admiración por el cine de los Rhomer, Truffaut y sobre todo de Woody Allen como guionista y director; su debilidad por actores como Resines, Fernán Gómez o Maribel Verdú; su interés por películas como Dos en la carretera y Desayuno con diamantes…, por todo esfuerzo artístico que destile humor a lo Billy Wilder o Berlanga. «En España —sostenía— es absurdo hacer comedias al estilo de Berlanga porque ya las hacía él y nadie las iba a hacer mejor». ¡Uf!

Cuerda no apreció a los héroes ni quiso hacer películas «tamborileras» (las que conceden más aprecio a la percusión y el ruido que al cantante o el tema); empedernido lector de Fernández Flórez, Cunqueiro y sobre todo de Pío Baroja. Encontró «muy difícil» llevar al cine las narraciones de Alberto Méndez, aunque lo hizo en Los girasoles ciegos. Veneró a Azcona con quién compartía ideas y críticas a la Iglesia católica. Amaba el jazz, a Bach, a Goya y Cézanne…

Vivimos, afirmó Baudrillard, en la sociedad del espectáculo. Cuerda fue claro al respecto: «Estoy harto de tanto espectáculo. Tanto fuego de artificio…». Tenía una visión agria de la vida, si, pero argumentó: «¿qué visión se puede tener si vivimos en un mundo de mierda, insoportable, miserable». Memorias fritas. El título ya es de aúpa. Los fritos nos encantan pese a que nos pueden sentar muy mal.