A ver, amigos, cómo podemos explicarlo. Hace apenas dos semanas que la jurista española Cristina Zato, en Microchips y transhumanismo: el camino hacia un control total de nuestro cuerpo, nos informaba de los problemas que, en derecho, se producirán por la obligación de un microchip intradérmico insertado en seres humanos, al igual que se viene haciendo con animales hace bastante tiempo. En países como Suecia, miles de personas ya los tienen insertos en su piel, y los usan para realizar pagos, acceder a los ordenadores, compartir cuentas en redes sociales, desactivar las alarmas de sus casas, acceder a gimnasios, o pagar los trayectos de tren.

El nuevo mesías de la Agenda mundial, Klaus Schwab, del Foro Económico Mundial, habla de una cuarta revolución, postindustrial, que «conducirá a una fusión de nuestras identidades físicas, digitales y biológicas», con resultado de fusión del humano y la máquina, y una inundación de pasaportes verdes o pasaportes médicos, pero implantados en nuestro cuerpo, con la posibilidad de leer las ondas cerebrales, y así conocer nuestros pensamientos o nuestra composición genética. Existe la posibilidad, fomentada por el Foro Económico Mundial de integrar estos microchips a través de los tatuajes, fabricados con material de pan de oro, con patrones similares a los de los circuitos electrónicos. Es lo que termina en la idea del mind uploading, o transferencia de la información de nuestra mente al computador, como discuten Nick Bostrom, Ray Kurzweil o Anders Sanberg, todos filósofos neurocientíficos, de distintas adscripciones disciplinares. Sin embargo, todo se está haciendo sin control de derechos: «se debería dotar al responsable y portador de dichos dispositivos, en los cuales van contenidos todos los datos personales, la opción de poder ejercitar todos y cada uno de estos derechos», dice Zato, que añade: «No es descabellado el pensar que el fin último de estas tecnologías pudiera llevar a un control total del ciudadano», por ejemplo, «una de las últimas noticias que podemos encontrar a este respecto es la relativa a los microchips desarrollados por investigadores del DARPA, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa del Pentágono de EEUU los cuales y en teoría, pueden detectar el covid-19 cuando se inserta bajo la piel».

En este mes de mayo se aprobó por el Legislativo español (por todos los partidos, menos Vox) la Ley Orgánica 7/2021, de 26 de mayo, de protección de datos personales tratados para fines de prevención, detección, investigación y enjuiciamiento de infracciones penales y de ejecución de sanciones penales, denominada jocosamente «ley precrimen», porque incluye cosas como que, para el tratamiento de datos personales, las personas se definen como «respecto de las cuales existan motivos fundados para presumir que hayan cometido, puedan cometer o colaborar en la comisión de una infracción penal» (artículo 9). Lo que extraña es «que puedan cometer», lo que abre un gran desafío sobre la predicción del futuro, como en la película Minority Report, en la que la policía perseguía y condenaba a delincuentes antes de que cometieran un crimen. El artículo 13 no deja de ser también jocoso, pues da permiso al tratamiento de «datos personales que revelen el origen étnico o racial, las opiniones políticas, las convicciones religiosas o filosóficas o la afiliación sindical, así como el tratamiento de datos genéticos, datos biométricos dirigidos a identificar de manera unívoca a una persona física, los datos relativos a la salud o a la vida sexual o a la orientación sexual de una persona física», sin que tenga que mediar un juez, y con barra libre para las Fuerzas Armadas y policiales (artículos 17 y 19). Yo, como filósofo, he tomado nota de mis «convicciones filosóficas», a buen seguro muy perseguibles. Ahora bien, esta ley, a pesar de estar refrendada por PSOE, Podemos, PP, etcétera, menos Vox, no es una ocurrencia de esta panda de gobernantes ignaros, sino que obedece a la transposición de la Directiva (UE) 2016/680 del Parlamento Europeo y del Consejo de 27 de abril de 2016, y por incumplir la transposición de la cual se ha sancionado al Estado español con 15 millones de euros, en febrero de 2021, por el Tribunal de Justicia de la UE, además de una multa diaria de 89.000 euros. Es decir, las barbaridades vienen de fuera, de más allá en el planeta. No es cosa de la imbecilidad de nuestros políticos.

Poniendo en manos de los funcionarios la pesquisa de si cualquier ciudadano va a cometer o no un crimen, recordemos que, por ejemplo, Thomas Malthus afirmó, en 1798, en su Ensayo sobre los principios de la población, utilizando los datos de EEUU, que la humanidad moriría de hambre en gran parte y en el propio siglo XX, al final del cual casi no llegaría. El informe del Club de Roma, de 1972, previó lo mismo, pero a la vez que se duplicó la población humana entre 1961 y 2007, la producción de alimentos se triplicó, en el caso del trigo, se cuadruplicó la producción de maíz, se triplicó la de arroz, se cuadruplicó la de carne, huevo y pescado, y todavía seguimos aquí. El panel mundial de científicos que estudian el cambio climático, IPCC, en su estudio de 2001, disponible en internet, indicaba que, para 2021, ya mismo, se habrían inundado y desaparecido costas como las de Andalucía, Fuerteventura o Lanzarote, y habría 1.200 millones de hambrientos peregrinando por el mundo. Pues eso, los burócratas videntes ya pueden predecir nuestros comportamientos, y sabemos que yerran, pero el humanero es así.