En 2017, y a causa de una terrible enfermedad que lo fue lentamente inmovilizando, murió Ricardo Piglia que había sido Emilio Renzi. Autor de una obra sabia y heterodoxamente contaminada por el relato, la reseña, el ensayo y la autobiografía, entre su legado más interesante destaca la novela de la vida, a la que acabó de darle forma por medio de sus diarios. Escribió que un cuento siempre cuenta dos historias. Ponía el ejemplo que reflejó Chéjov en uno de sus cuadernos: «Un hombre en Montecarlo va al casino, gana un millón, regresa a casa, se suicida». El arte del cuentista consiste en saber codificar la segunda historia en los intersticios de la primera. De ese modo, una historia visible esconde otra secreta.

Piglia fue Renzi, y Renzi absorbió unos cuantos más. Están desde Kafka y Benjamin, James a Faulkner; pasando por los ganchos americanos de prosa dura directos a la mandíbula, Hammett y Chandler; el Pavese de su juventud; Gombrowicz y Thomas Bernhard; los guiños locales a Macedonio Fernández y Roberto Arlt. Por supuesto, Walsh, Rodolfo Walsh, que emerge en Plata quemada, una de sus novelas policiales, y Borges, la sombra que planea por encima de toda su obra. Se podría llegar a pensar que Walsh y su pionera modernidad funcional son el polo opuesto a la grandeza universal imperecedera de a quien Dios con manifiesta ironía dio a la vez los libros y la noche, como reza en el Poema de los dones. Sin embargo, la capacidad de Piglia para la destilación literaria más plural parece infinita. Con una ambición desmedida trata de incluirlo todo en su escritura; se siente cómodo en las distintas tradiciones.

Pero volvamos a la idea principal de que un cuento cuenta también otro. En su más aclamada novela, Respiración artificial, Renzi intenta resolver el enigma de su tío, quien, a su vez, está trabajando en otro enigma, Ossorio, cuyos papeles llevarán a uno distinto. Incrustada entre conexiones y capas superpuestas, subyace la idea de que la historia se produce al azar, en los márgenes, a través de grupos fantasmales que se originan y más tarde se disuelven. Es, como dice un personaje de la novela, una línea de continuidad, una especie de voz remota que proviene de tiempos ancestrales. Quien preste atención a la voz, quien la escuche y la descifre, será capaz de convertir el caos en algo tan transparente como el cristal. Dar sentido a la historia es un poco como dar sentido a una novela, existe siempre una voz para ser escuchada y distintos ecos de ella entre los pliegues ocultos de la escritura. Se precisa buen oído. Leer entre líneas, como si siempre hubiera algo que descifrar, es en sí mismo un acto político, escribió Piglia en Teoría del complot.

El propio Borges utilizó el complot como un elemento básico de la ficción. La conspiración está en el punto de partida de la magistral novela de Piglia. El objetivo de Marcelo Maggi, el tío del protagonista, es descifrar los papeles y cartas de Enrique Ossorio, un hombre oscuro que vivió en el siglo XIX y que fue secretario privado del dictador Rosas y miembro de un grupo clandestino de intelectuales que conspiraron para derribar a su jefe; desde la oficina del tirano, escribía cartas en clave a sus camaradas. Se disuelve el grupo y Ossorio se mantiene oculto. Luego decide exiliarse. Los demás conspiradores no comprenden su decisión y comienzan a temerle, creen que es un agente doble. Este, rechazado, se desilusiona de la política y comienza a vivir la vida de un nómada, a través de diferentes países.

La itinerancia también recorre la obra de Ricardo Piglia. Está en sus cuentos, que ahora publica al completo Anagrama, la editorial que se ha encargado de difundir los títulos del autor de Adrogué desde que Jorge Herralde, con la fe inquebrantable del gran editor, decidió que tenía que ser él el que diera a conocer en este país el talento de uno de los escritores fundamentales en español de las últimas cinco décadas. En la colección de 48 relatos que ahora ve la luz, organizada por el propio Piglia antes de morir, el lector encuentra del primer al último cuento que escribió. Desde los inicios con La invasión (1967), Nombre falso (1975), Prisión perpetua (1988), Cuentos morales (1993), hasta los casos del Comisario Croce y las postreras Historias personales, concluidas entre 2015 y 2017. Hay inolvidables cuentos de cuentos, como Las actas del juicio; Tierna es la noche, en homenaje a Scott, o El Laucha Benítez cantaba boleros, que uno jamas se cansa de leer.

El cuento, como escribía Piglia, está construido para hacer surgir artificialmente algo que ha permanecido oculto. Una historia es un rompecabezas, igual que sucede con la vida. Es «la búsqueda constantemente renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta». En un mundo donde la ficción mantiene relaciones codificadas con las maquinaciones del poder, un novelista y crítico debe ser igualmente un historiador, de acuerdo con el escritor argentino. Piglia no solo escribía relatos para, como él mismo dijo en una ocasión, poder concluir la obra inmortal de sus diarios de Emilio Renzi, que es en realidad la novela de una vida. Lo hacía, además de para contar una historia, para esbozar distintas teorías sobre su elaboración que siempre han ayudado al lector más atento a comprender por qué en un mismo texto hay más de una historia secreta a la que entregarse. Un cuento encierra otro, es verdad.