Se dice que un verdadero chef cocina desde su cabeza y también desde el corazón, y que sabe que la acertada comprensión de los ingredientes y la técnica hacen triunfar cualquier plato. Pero en esa comprensión de los ingredientes irremplazables se encuentra lo que en cocina podría llamarse esencial. Lo esencial va más allá de la autenticidad que pudiera sugerir el propio término o incluso de lo que resulta indispensable. Consiste en encontrar la armonía sincera entre los ingredientes que forman parte de un receta, algo que requiere de mayor estímulo y sensibilidad gastronómica que la pura invención sobre la marcha o la floritura sin sentido. La esencialidad de la cocina se frustra en el plato que reúne sin mayor necesidad de ello más de media docena de ingredientes que no casan, o cuando algunos de ellos sobran y simplemente se utilizan por esa especie de estrés que les ha entrado a algunos cocineros y que les lleva a incorporar todo lo que tienen a mano para asombrar a sus clientes. Únicamente la sustancia es esencial. No se trata, sin embargo, de descubrir por medio de las últimas tendencias en materia de cocina que la tradición vuelve a ser el último refugio de la autenticidad. No, tampoco es eso. De hecho, se puede recurrir a tradición de manera artificiosa y apostar por la modernidad basándose en lo verdaderamente auténtico.

La simplicidad es inteligente. En gastronomía, significa apuntar a un objetivo alto y conducirnos directamente a él; da lo mismo que el camino seguido sean los viejos platos que aportan certezas en tiempos de incertidumbre que la creación no mistificada de la cocina pero sí amparada en nuevas técnicas de vanguardia. La esencialidad es que los ingredientes de un plato tengan una razón de ser, no respondan a la ventolera de cualquier profesional caprichoso de la cocina. También es que el producto aparezca ante los ojos del comensal sin trampas ni disfraces, mostrándose como es y reivindicando su origen. El trampantojo en la comida, además de convertirse en un paraguas protector de la incapacidad del cocinero de mostrar los principales atributos del producto, nos aleja del verdadero y elevado objetivo gastronómico.

El desaparecido Santi Santamaria escribió en La cocina al desnudo que, si alguien le ofreciera un artilugio capaz de desespinar congrios, no dudaría en incorporarlo por tratarse de un progreso técnico evidente: ahorraría un engorroso trabajo manual que dificulta y encarece el disfrute de un pescado delicioso, sobre todo cuando el gran público está perdiendo cada vez más la costumbre de comer pescados y carnes con espinas y huesos. En cambio, travestir el surimi para darle sabor a congrio no le parecía ningún progreso. Tampoco a mí, puesto que ya tenemos el congrio. Esa cursilería de la «gastroemoción» consiste, pongo ejemplo, en darle al comensal la piel y las espinas del salmonete con distinta textura pero con sabor similar al de sus lomos. En la piel de un salmonete está el mar, de acuerdo, pero no hay que pasarse. El cliente asiste «emocionado» al acto de prestidigitación; en cambio sólo se entera de que comió salmonete cuando lo comprueba en la factura. En la factura, está el lomo, no la piel y las espinas. En un oficio del que dependen los estómagos de los demás creerse un genio es muy peligroso. Los paladares más o menos refinados no alcanzan a comprender cómo tanta supuesta técnica no se traduce en materia comestible de primera y sí, en cambio, en farfolla intragable. Creerse genios es peligroso para los propios cocineros consagrados, pero todavía los es más para los que buscan imitarles en su carrera de despropósitos.

Los que pagamos las facturas en los restaurantes no hemos dejado de lamentarnos por ello. En esos momentos, surge la tentación de reemplazar al chef por un tomate fresco de temporada.

La cocina en general se alimenta de cosas simples y la auténtica creación perdura en el recuerdo sin grandes adjetivaciones, ni filosofía barata. Responden a una característica primordial que es la esencialidad. El cocinero que se aburre con el minimalismo de sus platos y pretende diversificar recurriendo al arabesco incomprensible de juntar ingredientes que se repelen unos a otros, debería pensar en que su rutina no es la del comensal que acude al restaurante.

Como bien cuentan Louis Eguaras y Matthew Fredrick en su valioso manual, 101 cosas que aprendí en la Escuela de Cocina, la rutina del chef puede ser un acontecimiento para el cliente. Si en un servicio sacas una docena de costillares de cordero u otras tantas lubinas al horno, cualquiera de estos platos será el primero que preparas para un determinado comensal. Lo que para el cocinero es corriente, para el que paga se convierte en extraordinario. Hay que tenerlo en cuenta porque también forma parte de la esencialidad más sustancial.