Cuba y Venezuela son dos regímenes militarizados en los que cualquier disidencia se aplasta con la tortura y la muerte por ejecutores de mano fácil. En Irán y Corea del Norte el manifestarse ni siquiera se concibe dentro de los cerebros alienados de sus ciudadanos. Chile, en 2019, Colombia, en 2021, o Cataluña, en 2019, sin embargo, tienen sistemas democráticos, y los derechos de manifestación existen y son aprovechados por ciudadanos con malestar, pero también para generar una violencia extrema lo aprovechan una serie de alborotadores, como los que hicieron lo mismo en las primaveras árabes, todas las cuáles terminaron aplastadas por los Estados. Con independencia de las tendencias ideológicas, esto es más una cuestión de caos contra orden, y viceversa.

En los sistemas democráticos actuales a lo largo del planeta se ha conseguido civilizar a los militares y generar manifestaciones civiles moderadas. Cuando una de las dos partes se radicaliza, la otra también se radicaliza. Por pura reacción física, como en el principio de Arquímedes, pero en la dinámica social. Si el régimen es de por sí no democrático, no hay problemas, excepto que esté en horas bajas, a punto de fracaso. Fue lo que pasó en la Rusia soviética en 1991, o lo que puede pasar en la debilitada Cuba, tan pronto un estallido popular crezca y anule el orden dictatorial. En las democracias, como Chile o Colombia, esos estallidos pueden neutralizarse, y también podemos señalar Cataluña, con el independentismo violento, o EEUU, con su Black Lives Matter, como ejemplos de que las posiciones condescendientes, como la del socialismo español o la del democratismo norteamericano, pueden ir disipando la violencia, por falta de oposición. O bien se puede disipar con el uso ilimitado de la fuerza, cosa que por lo pronto no ocurre por el efecto en la opinión pública, que termina desarmando el monopolio de la fuerza que vertebra los Estados. Si las políticas gubernamentales se radicalizan y se hacen intolerantes para con la intolerancia, el problema está servido.

En Europa se atisba un peligro en la dinámica francesa, que empieza a expandirse por Italia, Alemania, Países Bajos… Recientemente ha habido tres manifiestos, publicados en la revista Valeurs Actuelles, firmados por millares de militares franceses, entre ellos veinte generales, pidiendo a Macron que reaccione ante la «desintegración de Francia»: «Nuestros mayores son combatientes que merecen respeto… A esa gente que ha luchado contra todos los enemigos de Francia, vosotros los habéis tildado de facciosos cuando su único error ha sido amar a su país y llorar su visible degradación… Nosotros, hombres y mujeres, militares en activo, de todas las armas y de todos los grados, de todas las sensibilidades, que amamos nuestro país… un cierto número de nosotros ha conocido el fuego enemigo. Se han jugado la piel para destruir a ese islamismo al que vosotros, aquí, en nuestro suelo, hacéis concesiones. Hemos visto con nuestros ojos los suburbios abandonados a su suerte, los paños calientes con la delincuencia. Hemos sufrido las tentativas de instrumentalización de varias comunidades religiosas, para las que Francia no significa nada más que un objeto de sarcasmo, de desprecio e incluso de odio. Vemos la violencia en nuestros pueblos y ciudades. Vemos cómo el comunitarismo se instala en el espacio público y en el debate público. Vemos que el odio a Francia y a su historia se convierten en norma… esta degradación la hemos visto en muchos países en crisis. Precede siempre al hundimiento».

Hubo contestación inmediata por parte de autoridades y partidos denominados progresistas. A raíz de ello, se encargó a la demoscópica Harris Interactive, por una televisión, una encuesta que encontró que un 84% de los franceses piensa que la violencia crece día a día, un 73% piensa que el país se desmorona, un 64% ha oído hablar del manifiesto, un 58% está de acuerdo con ese estado de alarma civil, y un 49% está de acuerdo en que el ejército intervenga, incluso sin que el gobierno se lo pida, en una evidente forma de pensar golpista.

Ese bullir de violencia sostenida en el seno de la sociedad, va conquistando poco a poco el planeta gracias a las redes sociales, dentro de las cuales surgen propuestas de violencia y revolución que encuentran en la hormonada población joven y en la famélica población desfavorecida, un caldo de cultivo que rápidamente se incendia, lo cual antes no era posible tecnológicamente. Ahora sí, con velocidad e inmediatez en las consignas. Se ha querido ver, por tirios y troyanos, la influencia del izquierdismo postmoderno en el pensamiento que apoya esta especie de automatismo revolucionario, sin cabecillas, como una hidra que se multiplica sin remedio.

Félix Guattari escribió La Révolution moléculaire, 1977 (traducida al castellano en 2017), con capítulos como revolución molecular y lucha de clases, micropolítica del fascismo, un plan global, la Europa de los furgones policiales, etc. Guattari apostaba fuerte en 1977, con las Brigadas Rojas en marcha, intentando aunar el desorden violento en un experimento común, parecido al que Osama Bin Laden constituyó en los años dos mil con La Base, una especie de internacional violenta sin cabeza localizable. Por eso siempre gustó a Gilles Deleuze y Félix Guattari la teoría del rizoma (de 1972), el modelo descriptivo en el que la organización de los elementos no sigue una subordinación jerárquica.

El revoltoso filosófico Guattari se ha convertido, pues, en el nuevo Marx revolucionario, el nutriente de los Anonymous modernos, de la violencia popular que surge como el Guadiana y desaparece de la misma forma. Se ha criticado que las fuerzas armadas colombianas y chilenas reciban clases teóricas por parte de un anti-guattarista como Alexis López («Se produce un estado de guerra civil horizontal, molecular y disipado. No existe estructura jerárquica»), filósofo que influye en buena parte de las fuerzas armadas sudamericanas, que ven que la violencia popular es un fenómeno a considerar seriamente, manipulable tanto por la Internet Profunda como por las Cambridge Analityca, pero ante cuyo desarrollo será más fácil por parte de los Estados imponerse inmisericordemente aprovechando la dureza de las armas y la omnivigilancia de millones de aparatos tecnológicos.

La violencia popular refuerza siempre la violencia estatal, y la respuesta de los Estados es mucho más fuerte, porque, queramos o no, son Entes superiores a los minúsculos individuos cuya agresividad, como la de los mosquitos, termina siempre perdiendo.