Nacida en el pequeño pueblo de Amherst, estado de Massachusetts, el 10 de diciembre de 1830, la carrera literaria de Emily Dickinson pasó ciertamente inadvertida para la mayor parte de los editores de la primera mitad del siglo XIX en América. En vida, la obra poética de la escritora de Hampshire no tuvo apenas visibilidad. Tras su fallecimiento el quince de mayo de 1886, su producción literaria, conservada cautelosamente por la autora en la intimidad, comenzó a ser clasificada y distribuida por algunos impresores y libreros de Nueva Inglaterra que, al encontrarse, primero, con un amplio número de poemas sobre el conocimiento interior, la importancia de la naturaleza y el sentido de la vida, descubrieron, posteriormente, a una escritora influida por el romanticismo idealista y oscuro de Edgar Allan Poe, la lectura de la Biblia y el trascendentalismo de Henry David Thoreau, Walt Whitman y Ralph Waldo Emerson. «Hay una soledad del mar», escribe Emily Dickinson cuando, en la última etapa de su vida, decide, no sabiendo muy bien por qué, recluirse en su casa y en su habitación, «una soledad del espacio», continúa, «una soledad de la muerte. / Y no obstante, parecen compañía / comparadas con esa más profunda / intimidad polar, / infinitud infinita: / la del alma consigo».

«Nunca encontraré un compañero tan sociable como la soledad», afirma Thoureau en Walden, el destacado e inspirador ensayo que el escritor y poeta estadounidense publicó en 1854 sobre su liberación social, ascetismo y vida solitaria con motivo de su desaparición momentánea de la vida de Concord, Massachusetts. «Estamos en la mayoría de los casos más solos cuando viajamos entre los hombres que cuando permanecemos en nuestra estancia», continúa, «el pensamiento es el escultor que puede alumbrar la persona que quieres ser». Quizá fuera esta también la causa que llevó a Emily Dickinson a su personal encierro, internamiento del alma y separación de la sociedad. Sin embargo, no es de la soledad de lo que queremos hablar; tampoco de ese «lugar ordenado para el sufrimiento» que Emily Dickinson define en «Podría estar más sola sin mi soledad», sino de su manera de especular sobre consideraciones profundas, el ser: su iniciación, su camino hacia el aniquilamiento del individuo como parte de la humanidad, sus causas primeras.

Instruida desde muy joven en el protestantismo, el humor yanqui, la lírica y las lecturas que, por sí sola, escogía como fuente de entretenimiento, la poesía de Emily Dickinson ha dado lugar a muchas interpretaciones, dudas sobre el razonamiento analítico de algunos de sus poemas y cierta sensación de pérdida a la hora de aclarar situaciones y puntos de vista que ayuden a interpretar la intensidad de su obra. Una espiga, el tallo tierno de una planta, el brote de una flor, la ramificación de un árbol, una larva, un insecto, una piedra, una gota de agua…, poseen, en nuestra prolífica poeta, una fuerza extraordinariamente poderosa a la hora de representar la grandeza del mundo. Otros asuntos de calado temático como la muerte, la identidad, el aprovechamiento del amor, la inmortalidad del alma y el comportamiento de las cosas naturales examinadas no a través de la ciencia sino de su propia mirada forman parte de lo que nosotros denominamos el embrujo de su obra, una serie de poemas inimitables en los que el «yo» narrativo, no necesariamente el de la propia Dickinson, despliega una grado de elevación o degradación de la voz atendiendo a la propiedad y atributos de sus poemas. «Sentí un funeral en mi cerebro», escribe en uno de sus mejores composiciones donde el narrador desciende, ante la mirada del lector, hacia los abismos de la locura. «Los asistentes iban y venían», continúa, «arrastrándose —arrastrándose— hasta que pareció / que el sentido se quebraba definitivamente / y cuando todos estuvieron sentados, / una liturgia, como un tambor, / comenzó a temblar —a batir— hasta que pensé que mi mente enmudecía, / y luego los oí levantar el cajón y crujió a través de mi alma / con los mismos zapatos de plomo, de nuevo, / el espacio comenzó a replicar, / como si todos los cielos fueran campanas / y existir, sólo una oreja, / y yo, y el silencio, alguna raza extraña, /náufraga, solitaria, aquí / —y luego un vacío en la razón, se quebró, / caí, y caí— / y di con un mundo, en cada zambullida, / y terminé sabiendo —entonces—».

Frases cortas, sentencias breves y doctrinales que irrumpen en los versos a modo de lecciones aprendidas, declaraciones de principio y apariencias definitivas sobre el fin de la vida, la comprensión de la muerte y la muerte como algo indisolublemente ligado a la existencia, el tiempo, Dios, la música, las ciencias y el amor, nos hacen viajar a la literatura inglesa del Barroco, a la búsqueda de la emoción, el placer estético, la convicción de tener que morir y, cómo no, a la fugacidad de los hechos humanos. La asociación ingeniosa entre las palabras y las ideas que, como hemos apreciado en Un funeral en mi cerebro, se ha señalado como una de las características fundamentales en la obra de Emily Dickinson, contribuye a que la lectura de los poemas pueda ser llevada a cabo a través de los sentidos. La percepción, la forma en la que Emily Dickinson interpreta las emociones con el fin de crear una impresión lo más ajustada posible a la realidad física, refuerza el significado de sus palabras en relación con los objetos representados. «Percibir un objeto cuesta / la exacta pérdida del objeto», escribe, «percibirlo en sí mismo es una ganancia / que responde a su precio. / Un objeto absoluto —no existe— / la percepción lo embellece». En línea con la estética barroca, aun siguiendo la sensibilidad poética de Ovidio, el estoicismo de Séneca, la concisión de Tácito y el laconismo de Marco Valerio Marcial en la literatura latina, la poesía de nuestra autora se sustenta sobre una elevada disciplina retórica en la que su pensamiento y todo aquello que, por una u otra razón, ha sido traído a su existencia, se exhibe tanto con claridad como brevedad.

Sobre el tema de la muerte o la forma que partimos de esta vida, por ejemplo, no hemos encontrado versos en los que algún narrador exponga el deseo de querer esquivarla. Todo lo contrario, en la obra poética de Emily Dickinson el tránsito de esta vida al más allá se impone con total realismo. En medio de la vida del hombre, además, un Dios soberano determina la instancia de su muerte y, por ende, de todos nuestros decesos. «Yo jamás he visto un yermo», comienza diciendo en el poema titulado Certidumbre, «Y el mar nunca llegué a ver», continúa, «pero he visto los ojos de los brezos / y sé lo que las olas deben ser. / Con Dios jamás he hablado / ni lo visité en el Cielo, / pero segura estoy de a dónde viajo / cual si me hubieran indicado el sendero».

Dios es, por tanto, el que define la índole y las causas de nuestro fallecimiento cualquiera que sean las circunstancias. No hemos notado en su poesía ningún reproche por ello, tan solo aceptación, exitus mortis, y redención, liberatio a morte, como leemos, entre otros, en el poema que dice: «De las almas creadas / supe escoger la mía /. Cuando parta el espíritu / y se apague la vida, / y sean Hoy y Ayer / como fuego y ceniza, / y acabe de la carne / la tragedia mezquina, / y hacia la Altura vuelvan / todos la frente viva, / y se rasgue la bruma… / yo diré: ved la chispa / y el luminoso átomo / que preferí a la arcilla». Dios no nos libera de morir, como esa voz, franca y veraz, intenta explicar en esta célebre composición, pero velará por nosotros en la hora de nuestra muerte. «Solo sabemos toda nuestra altura», insiste en Altivez, «si alguien le dice a nuestro ser: ¡Levanta! Y entonces, fiel consigo, se agiganta / hasta llegar al cielo su estatura. / De la vida común sería ley /el heroísmo en el humano ruedo / si no nos doblegáramos al miedo / de vernos y sentirnos como un rey».

Siguiendo la estela de la poesía metafísica de los poetas ingleses barrocos del siglo XVII, la mayor parte de los versos de Dickinson, apasionados y concluyentes, se orientan más a capturar la razón que las emociones con el fin de provocar, la mayor parte de las veces, una discusión racional sobre cuestiones metafísicas que tienen que ver con la unión del espíritu y el cuerpo, la atracción del amor, los diálogos con uno mismo y la inmortalidad del alma. En este sentido, no solo Washington Irving, Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldon Emerson figuran entre sus escritores predilectos. Otros poetas y novelistas ingleses de épocas diversas como Samuel Johnson, John Donne, George Herbert, Richard Crashaw, Alfred Tennyson, John Keats, Robert Browning y su mujer, Elizabeth Barrett Browning, William Wordsworth, Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Charles Dickens y William Shakespeare llenaron, sin lugar a dudas, de arte y composiciones literarias escritas en prosa y en verso su vida. «Para fugarnos de la tierra», asegura en Ensueño, «un libro es el mejor bajel; / y se viaja mejor en el poema / que en el más brioso y rápido corcel. / El más pobre incluso puede hacerlo, / nada por ello ha de pagar: / el alma en el transporte de su sueño / se nutre sólo de silencio y paz».

En su fenomenología del vivir cotidiano, Ser y tiempo —Sein und Zeit—, Martin Heidegger define al hombre como un «ser para la muerte» invitándole a acoger el tránsito final de su vida con plena libertad y conciencia. En el juego de relaciones que observamos en la poesía de Emily Dickinson entre lo lógico y lo irracional, lo indeterminado y lo preciso, lo sublime y lo denigrante, lo antiguo y lo moderno, lo distante y lo cercano…, no sería desventurado añadir el dualismo vida y extinción o supervivencia y commentatio mortis pues el hombre ha de entender la vida como un memento mori, un tiempo para vivir y otro para aprender a morir ya que la vida del hombre es de por sí mortal. «La muerte se mueve como un topo», escribe el poeta George Herbert en la cuarta estrofa de Grace, uno de los poemas incluidos en The Temple publicado en la Inglaterra barroca de 1633, «y va excavando mi tumba momento a momento».

La posición, por tanto, de Emily Dickinson ante la vida sorprende por su sinceridad. Su relación con la muerte es mucho más latente, supone toda una indagación poética en el más allá sabiéndose mortal, reconociéndose a sí misma como un ser perecedero, temporal y efímero. Como ocurre en las rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, la ligazón de la poeta norteamericana y del narrador español con el trance final de la vida se infiltra en muchos de los versos y estrofas en las que, con ciertas semejanzas a la escritora de Massachusetts, se establece una ilación romántica con la trascendencia. En el poeta sevillano del Posromanticismo español, el concepto de la muerte que apreciamos en las rimas va unido a un instinto de supervivencia que, al menos, durante la senectud, se sabe que, más tarde o más temprano, llegará: «Así, aunque ahora muriera», escribe en la rima 32, «no podría decir que no he vivido; / que el sayo, al parecer nuevo por fuera, / conozco que por dentro ha envejecido».

La muerte y la vida o, tal vez, la alteración o mezcla de dicha dualidad con Dios ha dado lugar a muchos tratamientos y enfoques sobre esa relación antagónica de la vida con la muerte que, por ejemplo, en Canto a mí mismo de Walt Whitman, parece estar por encima de la muerte, mientras que en Conversación, poema que procede del diálogo entre la Verdad y la Belleza que encontramos en Morí por la Belleza de Emily Dickinson, parece estar anulada por la muerte. «El retoño más débil prueba que no existe la muerte», comienza diciendo Walt Whitman en la canción número seis, «y que si alguna vez existió lo hizo para impulsar la vida». «Y en cuanto a ti, Muerte», continúa en el canto 49, «y a ti, amargo abrazo mortal, / es inútil que trates de asustarme. / Y en cuanto a ti, Vida, pienso que eres la herencia de muchas suertes / (sin duda he muerto ya diez mil veces)».

En el ciento treinta y cinco aniversario del fallecimiento de Emily Dickinson en Amherst, la misma localidad que la vio nacer cincuenta y cinco años antes, aún recordamos el trabajo de toda una vida: los 1.789 poemas que su hermana Lavinia logró recopilar en cuarenta y cuatro tomos de papel cosidos por ella misma de manera improvisada y artesanal. En los citados volúmenes incluyó aquellos siete poemas que, publicados en alguna de las páginas que formaban parte del rotativo más importante de Nueva Inglaterra durante el siglo XIX, The Springfield Republican, y en la revista neoyorquina, The Round Table, lograron ver la luz en el último tramo de su vida. Aquejada de una serie de trastornos renales degenerativos, la cercanía de la muerte no impidió que se siguieran materializando sus sentimientos y emociones a través de la poesía. Contemplando todos los dolores del mundo desde la familiaridad de su habitación, la proximidad de la muerte en aquellos años de adversidad y convalecencia también atesoraba una forma de escribir los versos: «Presentimiento es esa larga sombra / que poco a poco avanza sobre el césped / cuando el sol sus imperios abandona… / Presentimiento es el susurro tenue que corre entre la hierba temerosa / para decirle que la noche viene».