En 1986, algunos años antes del estreno de La lista Schindler (Schindler List, 1993), El hijo de Saúl (Saul Fia, 2015), El pianista (The Pianist, 2002), Los falsificadores (Die Counterfeiters, 2007) o La vida es bella (La vita è bella, 1997), cinco de los filmes más sólidos y consistentes sobre la barbarie nazi durante la Segunda Guerra Mundial, se presentaba en el Festival Internacional de Cine de Moscú Masacre. Ven y mira (Idi y Smotri), una producción soviética dirigida por Elem Klimov (Stalingrado, 1933/Moscú, 2003), autor de una breve aunque enjundiosa filmografía en la que se incluyen títulos tan elogiados como Agonía. La vida y muerte de Rasputín (Agonya, 1981) o Adios a Matiora (Proshchanie, 1983), con la que Klimov obtuvo, además del Gran Premio del festival, el prestigioso Premio de la Fipresci y el reconocimiento general de numerosos certámenes internacionales de referencia a los que fue invitada.

Ven y mira se sitúa, pues, en la cima del cine soviético de los años ochenta y, sin duda, entre los filmes bélicos más lúcidos y sutiles de las últimas décadas, del que no solo se extraen extraordinarias lecciones sobre lo que es el arte cinematográfico cuando éste es manejado con estilo, rigor, inteligencia y sobriedad, sino una nueva manera de entender al género humano en medio de una situación tan límite como es siempre una guerra abierta. Klimov retrata la guerra mediante una mirada templada, poética, reflexiva e indagadora, intentando por todos los medios no caer en la tentación de espectacularizar el conflicto al modo hollywoodiense, buscando la complicidad del espectador lejos del furor de las batallas y al calor de la moral. Justamente ahí, y en la proverbial dirección de actores de la que Klimov hace gala a lo largo de toda la película, radica la majestuosa verdad y la enorme belleza que encierra esta inclasificable pieza fílmica.

Mucho menos conocida que otras muchas producciones del género, aunque dotada, como la de Spielberg, Polanski, Nemes, Benigni y Ruzowitzky, de un enorme impacto emocional, su estreno en España no gozó de la misma acogida que en otros países europeos pero sí desfiló, en cambio, por casi todos los cineclubes del país como una pieza recurrente en sus programaciones habituales, convirtiéndose para muchos de los cinéfilos españoles que hoy peinamos canas en una auténtica cult movie, que hoy resucita restaurada y en todo su esplendor en decenas de salas españolas y, a partir del próximo día 28, según nos informa su distribuidora en España, estará disponible en la plataforma Filmin.

Se trata, en cualquier caso, de una de las grandes obras maestras del cine bélico de todos los tiempos a la que habría que recurrir siempre que queramos encontrar luz e inspiración para entender la sinrazón del odio que alimentó los seis devastadores años que duró la contienda más sangrienta y sobrecogedora del siglo XX. Por eso, el hecho de que exista esta película, no se debe exclusivamente, como airearon interesadamente en su día los gerifaltes del politburo, a la simple y patriótica conmemoración de una efeméride histórica, sino al profundo anhelo de sus autores por reproducir al detalle el horror que generó en el mundo el afán de dominio y destrucción de una de las naciones más poderosas del planeta y que acabó con la vida de millones de inocentes en todo el planeta, generando el consiguiente descreimiento existencial de muchos de los que lograron sobrevivir a ella.

Que el mundo no volvió a ser el mismo desde 1945 es un hecho incontrovertible que sigue martilleando nuestra memoria colectiva con renovada insistencia cada vez que la conciencia de la humanidad persevera en los hechos y acontecimientos que marcaron el mundo desde aquellos aciagos días. Y el mensaje que arrojan las abrasadoras imágenes de Alexei Kravchenko, el genial director de fotografía que siempre acompañó a Klimov, dan prueba permanente de ello a lo largo de sus 137 largos minutos de metraje, mostrando cómo repercute en el joven Florian, un aldeano que presencia con horror la destrucción de su pueblo natal, así como el infierno de odio, muerte y desolación que arde a su alrededor. Una rara expresión de miedo, repugnancia, rabia y rencor se juntan en su rostro virtualmente afligido por el espectáculo dantesco que contemplan sus ojos desde el mismo corazón de la tragedia. Tras un enfoque entre epopeya y lirismo, Klimov se centra así en la figura del joven protagonista como el personaje galvanizador de la pesadilla colectiva que se desarrolla en la pantalla, al mismo tiempo que lo sitúa como una de las figuras redentoras de la gran tragedia que se visualiza ante la mirada atónita del espectador.

La película, escrita por Alexandr Kravchenko y el propio Klimov como película-homenaje al pueblo ruso, a los cuarenta años del fin de la contienda, describe sin ambages, es decir, haciendo verosímil lo que, a primera vista, parecía un objetivo imposible en el seno de un mundo teóricamente reconstruido a partir de las ruinas de la Primera Guerra Mundial. De ahí el título original y su invitación a “mirar”, matiz lingüístico que, lógicamente, desaparece en Masacre, desafortunado y reduccionista título de la versión española, que solo alude al aspecto más visible del drama que se reproduce en la pantalla. Un universo devastado por el odio y la sinrazón de un Ejército rearmado hasta los dientes con el propósito específico de generar destrucción, muerte y desolación en su retirada del país.

Es difícil por tanto no ver en muchísimos pasajes de esta película determinados influjos poéticos del gran de Andrei Tarkovski, sobre todo de su monumental La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), cuya trama, como la de Masacre, se centra en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial y con un niño como protagonista del infierno de muerte y cremación que se extiende por todo el país durante las últimas semanas de la ocupación alemana. Aquel soberbio drama bélico, León de Oro de la Mostra de Venecia, convertido por la clarividencia poética de su autor en otro testimonio del terror y de la sinrazón, es un clarísimo y honroso precedente del filme de Klimov que también merece, naturalmente, nuestra más ardiente, plausible y sincera recomendación.