El bengalí Satyajit Ray (Calcuta, 2 de mayo de 1921 – Calcuta, 23 de abril de 1992) fue cineasta, músico, artista gráfico —ilustrador de libros, publicista, tipógrafo— y escritor de relatos y crítica de cine. Al tópico adjetivo de personalidad «renacentista» que suele aplicarse a Ray por su proteica variedad de disciplinas, se añade una denominación histórica y literal: su condición de heredero último del Renacimiento Bengalí, un movimiento ilustrado que, desde finales del s. XVIII, se esforzó en reinterpretar la herencia cultural del país a la luz de la modernización impulsada por el imperialismo británico.

Vinculado por orígenes familiares a la elite intelectual, hijo y nieto de dos afamados editores, Ray ingresa en 1941 en la Escuela de Arte de Santiniketan fundada y dirigida por el legendario Rabindranath Tagore, figura central de ese Renacimiento. Dos años más tarde ingresa en una empresa de publicidad en la que llega a promocionar como director artístico, y en 1945 realiza por encargo una versión ilustrada para niños de Pather panchali, novela por entregas de Bibhutibhushan Bhandyopadhiay, publicada a finales de los años 20, que junto a su secuela, Aparajito, narra en clave de relato de aprendizaje la vida de un muchacho, Apu, desde su nacimiento en la Bengala rural hasta los inicios de su vida adulta. El díptico novelesco será años después, entre 1952 y 1959, convertido por Ray en la serie de tres películas que conforman la Trilogía de Apu: uno de los grandes monumentos del cine.

Pero antes que cineasta, Satyajit Ray fue cinéfilo. En 1947, año de la traumática partición de la India independizada, funda el cine-club Calcutta Film Society, y al año siguiente empieza a publicar críticas en diarios, una de los cuales, titulada What is Wrong with Indian Films?, pone de manifiesto su posición enérgicamente crítica hacia el cine indio. Para entonces, el joven cinéfilo ya había redactado sendos guiones, uno de los cuales adaptaba nada menos que La casa y el mundo de Tagore. Ambos se quedarían en el cajón, aunque muchos años después la adaptación de la novela de Tagore será finalmente llevada por Ray a la pantalla como El mundo de Bimala (1984).

En 1949, Jean Renoir viaja a la India para realizar El río (1950), y los miembros de la Film Society aprovechan la ocasión para ponerse en contacto con el cineasta francés durante su estancia en Calcuta. Ray no logrará involucrarse en el rodaje, pero llega a mantener varias conversaciones con el maestro, de cuya filmografía los jóvenes bengalíes de la Film Society sólo conocían sus recientes filmes americanos. Al parecer, ya por entonces Ray consideraba la posibilidad de adaptar la novela de Bibhutibhushan por él ilustrada, y Renoir le anima a perseverar en la idea. En 1950 es destinado por la compañía a una estancia de unos meses en Londres, donde frecuenta las proyecciones del London Film Club, y en una de ellas tiene la ocasión de ver Ladrón de Bicicletas (1948) de Vittorio de Sica. El impacto del filme sobre el futuro autor de la Trilogía de Apu es formidable, y antes de volver a Calcuta, sus dudas sobre la posibilidad de emprender una carrera en el cine se han disipado: ya en el barco que le lleva de regreso a la India, escribe el primer tratamiento del guion de Pather Panchali: La canción del camino.

Historia de una trilogía

Todo este somero resumen parece empeñado en proyectar cada línea del pasado de un futuro gran cineasta hacia su aparición como tal. Abunda la bibliografía dedicada a cubrir los agujeros que median entre estas circunstancias, pero por más que se navegue en ella, se hace imposible desviar esa flecha de sentido que se empeña en apuntar hacia el advenimiento del filme La canción del camino (Pather Panchali, 1955) y sus dos secuelas; hacia el advenimiento del propio Ray como cineasta- autor, y del cine indio en su conjunto como ignota vastedad que contará desde ese momento con un gran nombre, capaz de cargar con el pesado lastre de las promesas de una cinematografía nacional.

Entre esos agujeros, despuntan otros acontecimientos de rango más amplio, ajenos a la anécdota biográfica pero complementarios a ella. De un lado, los profundos cambios políticos: la independencia de un gigante como la India, la figura de Gandhi, más allá de su inmediata significación política, y el peaje intolerable de la partición del país (acontecida en agosto de 1947, con Pakistán y Bengala Oriental separados de la India; la segunda, inicialmente como dominio paquistaní —llamado Pakistán Oriental— y luego, en 1971, como estado independiente bajo el nombre Bangladesh). Del otro, las resistencias y los cambios que sostienen la peculiar situación del cine indio, dividido entre las comunidades lingüísticas a las que se destina cada parte de la producción desde una serie de centros especializados (Bombay para el cine en hindi, Calcuta para el bengalí, Madrás para el tamil, etc.). O la aparición de una cultura crítica activa y políticamente cargada, abierta a las influencias primero del cinema soviético y del neorrealismo después, que ensaya narrativas con voluntad de realismo social.

En ese contexto, las condiciones que propiciaron el debut de Ray no podrían parecer más cargadas de significado. El joven novato comienza el rodaje de La canción del camino el 27 de octubre de 1952, y termina el montaje final de la misma en la primavera de 1955, a tiempo para poder exhibirla, no en los cines de Calcuta, ni en los de ninguna otra localidad de la India, sino en Nueva York: en abril de 1954, Monroe Wheeler, uno de los directivos del MoMA, viaja a Calcuta con el fin de preparar una muestra de arte indio, y al tener noticia del rodaje del filme, invita a Ray a estrenarlo en el museo neoyorquino con motivo de la exposición. Esa proyección tiene lugar un año después con una copia sin subtitular, a pesar de lo cual obtiene una excelente acogida. Es, en fin, como si la época se hubiera empeñado en empujar al cineasta, tras conocer los sinsabores de la producción independiente, por la puerta grande de la modernidad. La producción del largometraje había durado dos años y medio, pero a partir de entonces la fecundidad de su filmografía apenas tendría respiro: en algo menos de 40 años de carrera, Ray dirigirá 36 películas.

Unos meses después, en agosto de 1955, La canción del camino es estrenada comercialmente en tres salas de Calcuta, permaneciendo en cartel catorce semanas. Y es luego seleccionada para participar en la edición de 1956 del Festival de Cannes, al parecer gracias a la influencia de Marie Seton, a la sazón futura autora de una biografía de Ray. Allí la recepción es desigual. La película recibe un premio menor —al Mejor Documento Humano— en contraste con el flamante León de Oro que El invencible (Aparajito, 1957), segunda entrega de la Trilogía, iba a obtener al año siguiente en el Festival de Venecia, iniciando un periplo internacional que la llevará a ser conocida antes que el primer filme. Pero lo más importante es que con ambas, parecen abrirse las puertas de una modernidad que situaba al cine a la altura de las demás artes en Bengala, y en el conjunto de la India.

Una trilogía para la historia

La canción del camino, con su aspecto casi documental, ilustra el descubrimiento del mundo por parte del niño, las rutinas de la vida aldeana y las contingencias de una vida —con sus muertes— que se desarrolla en precario equilibrio con los ciclos naturales. La continuación, Aparajito, deja atrás la evocación de la vida aldeana para emprender un sinuoso trayecto impulsado siempre por el deseo de aprendizaje del protagonista. Los accidentes vitales modifican el curso de las existencias de los personajes, pero a la vez refuerzan la voluntad del muchacho por darse una educación y una vida cosmopolita, hasta el punto de culminar con una situación escandalosa que posiblemente provocó su fracaso de taquilla en la India: Sarbojaya, la madre, está enferma, pero Apu toma la decisión de regresar a la ciudad para hacer los exámenes finales. Y cuando Apu recibe la noticia de su muerte, reconoce sentirse liberado. De ahí que esta segunda película se convirtiera en la preferida de algunos cineastas situados a la izquierda, como Ritwik Ghatak y Mrinal Sen, que percibían el profundo salto adelante de Aparajito frente a los estereotipos familiares del cine indio.

Aun a pesar de este falso fracaso, Satyajit Ray contaba ya con una posición estable desde la que mantener un intenso ritmo de trabajo. Antes de finalizar el rodaje del segundo filme, ya había decidido dar un giro y realizar la que sería también una de sus obras mayores, la extraordinaria El salón de música (1958), aunque por incompatibilidad de fechas con la agenda del actor protagonista, decide realizar primero La piedra filosofal (1958). En cualquier caso, el período comprendido entre 1957, cuando estrena Aparajito, y 1959, cuando ve la luz El mundo de Apu (Apur sansar), se revela como un momento de enorme fecundidad para un cineasta en plenitud.

Esta tercera entrega de la Trilogía será el relato de los sueños literarios, de las renuncias forzadas, de los golpes de la fatalidad, de las contradicciones, los gozos y los imperativos morales que condensan la experiencia en un aprendizaje adulto y distinto del esperado. Sin duda que es imponente la sombra de la primera película: esa formidable epifanía del tren que revela al niño Apu la existencia de un mundo más allá de la aldea (y nos revela a nosotros la verdadera cronología de un relato que nos parecía situado en una India ancestral); o esa extraña conexión de la vida y la muerte, que resuena en el sonido hueco del cráneo de la abuela, ya cadáver, o en la danza de los insectos y en la danza de Durga, preludio a la enfermedad que se la llevará. Pero El mundo de Apu efectúa el tránsito a los matices y sutilezas del espíritu, del deseo, de la contradicción. Su asunto ya no es lo eterno, sino lo efímero. Su protagonista no sólo descubre observando, sino pensando y pensándose.

Realismo, cine de autor, cine del conocimiento

La Trilogía de Apu fue comprendida desde el principio como una gran alegoría de la madurez que reclama para sí misma una nación que acaba de emanciparse. Siendo profundamente autóctona, la obra entera de Ray adopta la posición ideológica de un humanista ilustrado, y es un ejemplo perfecto de que el concepto «cine de autor» a menudo funciona como noción geopolítica: el autor surge como el intérprete privilegiado de lo vernáculo y de lo moderno, del mito y de la historia, hasta convertirse a su pesar en la parte que se nos da por el todo. No es fácil decidir, en fin, si la trilogía y tantas otras alegorías de la modernidad realizadas por Satyajit Ray, como La diosa (1960), Kanchenjuga (1962) o La gran ciudad (1963), mantienen su belleza intacta a pesar o gracias de la caducidad de su discurso humanista.

La propia noción de realismo, tal como era concebido por el ideario humanista del mejor cine de la postguerra, implicaba todo un sistema orgánico de conexiones recíprocas entre fondo y figura, como también entre el medio (el cine) y su objeto (lo narrado). El realismo conecta el relato con el suelo social y con el dinamismo histórico del momento, pero siempre a través de la experiencia singular del individuo contingente, según la herencia de las novelas del siglo XIX. Conecta asimismo con los estratos de lo vernáculo, que se pretende documentar como resultado de la adquisición de conciencia histórica, aquella que, de hecho, la trilogía propone metafóricamente con su ascendente relato de infancia (la India como naturaleza y mito ancestral), adolescencia (la India como aprendiz luego emancipado) y juventud (la India como autoconciencia herida y a la vez dirigida al futuro).

La conexión no termina en lo narrado, sino que se extiende a la propia historia «de madurez» del cine, que toma el realismo como vara de medir. Pero este (neo)realismo ya no se limitará a describir, sino a extraviar al héroe. El protagonista típico del cine de autor humanista de los 50, es alguien que observa, interroga y se deja interrogar por la vida; es un sujeto de conocimiento suspendido en un estado de interrogación. Así es este joven Apu ya adulto, como lo serán su doble Amal y la inquieta Charulata en la película homónima (1964), o los paseantes de Kanchenjugha.

Y de ahí también el tránsito que el cine moderno repite, a imitación de la literatura del siglo anterior, del realismo al simbolismo —algo que la obra de Tagore sintetiza, y que Ray actualiza en sus adaptaciones. O en el peculiar ejercicio simbolista de Los jugadores de ajedrez (1977) que es como una deriva de El salón de música. El tránsito más allá del (neo)realismo sería incluso, en el caso del cine, una necesidad forzada por la autoría del autor. Es por las decisiones de puesta en escena que la energía factual de la realidad se transforma en la energía virtual de la metáfora.

Las metáforas

La primera gran metáfora de Ray ya ha sido mencionada y es una de las imágenes del siglo XX: el tren que asombra al niño, bellamente recuperado años después por Víctor Erice en El espíritu de la colmena. Pero quizás una de las más bellas metáforas de la historia del cine sea la que culmina el despertar de aquel niño, ahora adulto, y su joven esposa, en El mundo de Apu, con su delicada coreografía de gestos y detalles que evocan la plenitud del mutuo descubrimiento sexual. El sari estirado que retiene a la muchacha le sirve a él para atraerla hacia sí, como nos sirve a nosotros para descubrir ese nuevo vínculo físico que ha llegado para mediar entre dos desconocidos unidos por el azar y por una bárbara concepción del honor. En las mejores películas de Ray, las cosas y gestos están allí para desviar el sentido hacia otra parte —donde la experiencia se transforma en idea— y volver luego a su propio centro, a su impresión física. El goce erótico aquí se ofrece hacia atrás, por su recuerdo inmediato en el momento de despertar, que a su vez inserta la idea misma del amor de pareja en este instante que promete extenderse en el futuro. Pero atravesando toda la situación, está el asombro que Apu experimenta ante el misterio que representa su esposa. Ese asombro no se describe: se pone en escena. He aquí al autor, que llega al símbolo, a la abstracción, por su fe en la realidad.

Momentos como ese demuestran de hecho hasta qué punto la experiencia del realismo se ha depurado en ese momento del cinematógrafo, a finales de los 50. Ya no es mera observación del discurrir de la vida social como superficie que cubre los estratos del tiempo histórico, sino condensación en un detalle cotidiano que salva aquello que la historia abandona: el momento vivido. Eso es el misterio, la suspensión en el asombro de vivir. Ya no el sistema de lo cotidiano, sino su danza de detalles.

Basada en El nido roto, novela de Rabindranath Tagore de 1901, Charulata. La esposa solitaria (1964) se cuenta entre las obras cumbre de Satyajit Ray. En una filmografía que, empleando la propia Trilogía de Apu como faro, cabe dividir entre el naturalismo del primer filme, el realismo alegórico del segundo, y el estudio de personajes del último, Charulata ocupa un sitio destacado entre sus mayores logros del este tercer tipo.

Historia de un triángulo amoroso, el que forman Bhupati, editor de un periódico liberal, Charulata, su joven esposa, y Amal, el hermano bohemio de Bhupati, se desarrolla en la Bengala de finales del siglo XIX, y tiene como escenario principal y casi único la casa. Los tres personajes pertenecen a la élite ilustrada y modernizante, cuyo nacionalismo antiimperial se mezcla con la veneración hacia la metrópoli británica, que a fin de cuentas representa el progreso. Imbuido en los asuntos de la política, Bhupati es un hombre de prosa y pragmatismo, al que su cuñado y su esposa oponen un espíritu lírico: abierto y vitalista el de Amal, introspectivo y enigmático el de Charulata.

Ella, al principio, solo borda. Más tarde escribirá, y con éxito; ella, por suerte, no es Madame Bovary. Pasea por los pasillos, en una secuencia inicial deslumbrante que hace del movimiento de cámara tras sus pasos una observación del alma de la mujer. Toda la película consistirá en eso precisamente: modular con la puesta en escena los movimientos del espíritu, las reacciones sorprendidas por la cámara e inadvertidas por los demás. Entre esos momentos, un leit motif se repite discretamente: con sus anteojos, Charulata observa el exterior —o convierte en exterior lo que observa— y, quizás, protege así su interior.

La película recuerda por momentos al cine del primer Bergman, y sin duda al de Jean Renoir: la escena del jardín con el columpio recicla e intensifica aquella tan celebrada de Una partida de campo, con el enigmático añadido de ese roce de los pies de la joven con la tierra; gesto fugaz y sensual, terrenal en más de un sentido, que precede a un momento de exaltación lírica. La escena incluye también dos visiones desde los anteojos: de un lado, el perfil del amado y del otro, un niño; quizás el hijo que nunca llegó. Campo y contra-campo de Charulata, autora de su propio montaje creador de sentido con los vistazos de unos binoculares a los que por algo se llama impertinentes; como los poderes del cine.