Mi tiempo ya no es, digamos, el de hace veinte años. Entonces, la primavera se rebelaba interiormente como una especie de animal salvaje. Era el punto de fuga: un agujero en el que se diluía el letargo invernal en busca de la intifada del espíritu. John Lanchester escribió en En deuda con el placer, una novela deliciosa publicada en la década de los noventa del siglo pasado, que la primavera, además de la mejor fecha del año para suicidarse, es también una estación ideal para cocinar. Lo es por diferentes razones, pero todas ellas se comunican entre sí gracias a la naturaleza. Esta suele traer buenas nuevas y la despensa se llena de productos interesantes.

Lanchester se pregunta si, tal como Turner inventó los crepúsculos, T.S. Eliot habrá inventado ese brote estacional en la frecuencia con que la gente intenta quitarse de en medio, y si, antes de la publicación de La tierra baldía, abril era en realidad, como el resto de los meses, totalmente benigno. Pero del mismo modo que la estación acoge en su seno a los maniacodepresivos y a los atormentados por el recuerdo con un toque de clarines que presagia el canto del cisne, también despierta en los demás un ánimo que lleva a felicitarse por el simple hecho de haber sobrevivido al invierno. Todo esto, como es natural, se palpa mucho más en las latitudes nórdicas que en las meridionales donde la luz no es un bien tan escaso. A un mismo tiempo, coinciden en la primavera el sueño eterno y el feliz despertar. No es la única contradicción; también existe en el cordero, que encarna en las religiones monoteístas la violencia del sacrificio y a la vez, en la cocina, la dulzura del asado lento y sin preparaciones sofisticadas.

Por la primavera discurre la Pascua. Y en la Pascua no hay más remedio que referirse al cordero. El personaje de la estupenda novela de Lanchester, el inolvidable Tarquin Winot, en uno de los momentos de ella reflexiona sobre el agneau pré-salé, ese que más de uno hemos visto pastando libremente por las marismas que rodean el Mont-Saint-Michel, en Normandía, se supone que inyectándose los aromas de la benéfica naturaleza y mordisqueando hierbas impregnadas por el aire salobre de las brisas marinas. Al igual que el criado en Pauillac (Gironde), que goza aún de mayor fama, en buena medida por ser inquilino de un municipio, como el bordelés, que acoge dos de los grands crus de Francia: Latour y Mouton-Rothschild. Estos ilustres especímenes de la raza ovina son, junto con los de las Ardenas y los de Sisteron, en los Alpes de la Alta Provenza, los corderos franceses que gozan de mayor consideración por sus carnes tiernas y jugosas, casi blancas. La leyenda sobre lo que comen contribuye a hacer el resto; igual los pré-salé, salobres, que los provenzales que se alimentan de las hierbas silvestres de la garriga secadas por el sol. En España, la tradicional discusión sobre churras y merinas se ha decantado culinariamente por las primeras.

La pierna para los franceses es la gigue y el gigot el muslo posterior del cordero. Les hablaré del gigot. Del asado a la española que requiere poco más que agua o del que Lanchester, o Tarquin Winot, elige en su prodigiosa novela sobre el placer: un gigot a la bretona, untado de mantequilla y aceite, tachonado con ajo y ramitas de romero después de hacerle incisiones en la carne.

El romero es parte esencial de cualquier bouquet garni carnívoro en Francia. En Italia lo usan también para el pescado y las salsas de tomate. El romero, como el lentisco, el tomillo y el mirto, dan la primavera. No hay sociedad más indisoluble en Francia que la del cordero y el romero, tanto en el asado como en los guisos de cazuela (le gigot au romarin). Del mismo modo que no existe en el plato, para los franceses, una asociación mayor que la del gigot y las alubias. Las flageolets que acompañan el asado bretón de Lanchester o las cocos cocidas a fuego lento y ligadas con mantequilla de caracol que tanto le gustan a Alain Ducasse, fiel partidario, a su vez, de cómo se asan dulcemente los corderos lechales en Castilla. Con menor parafernalia.

Tanto el chef francés como Lanchester, que durante años y antes de dedicarse a otras cosas ejerció la crítica gastronómica en el Observer de Londres, muestran su fascinación por la alquimia de los árabes con el cordero y los albaricoques. Ese jugo almibarado que actúa como confit, a decir de Ducasse, o esas paletillas deshuesadas y rellenas de la fruta “que provocan revoluciones equiparables a las de Copérnico o Einstein”, de la forma en que lo cuenta el escritor británico nacido en Hamburgo y criado en Calcuta, Rangún, Brunei y Hong Kong. Estoy con ellos, las veces que comí buenos tajines de cordero en Marruecos sentí, al mismo tiempo, deslizarse la carne sedosa empapada del almíbar como una de las mejores mezclas de salado y dulce, no siendo, además, un seguidor incondicional de ellas.

Aún esperamos a ese animal salvaje. Es primavera y tiene que serlo desde el primer instante. Como escribió Chesterton, nunca lo es si no llega demasiado pronto.