Ciudades reducidas a escombros, muertos que se contaron por cientos de miles, exilio de varios millares de afines o simpatizantes de José Bonaparte. España se desangró por los cuatro costados durante un lustro de combates. El artista estaba a punto de convertirse en septuagenario y la crudeza de la contienda comenzó a minar su confianza en el ser humano, cuando no a hacerla estallar en mil pedazos. Su círculo de amigos no salió indemne de aquellos años. Jovellanos murió en 1811 y la represión fernandina contra cualquier indicio de afrancesamiento llevó a la cárcel al poeta Manuel Quintana y a Meléndez Valdés al exilio en Francia. Él mismo tuvo que responder ante la Inquisición por La maja desnuda. A este catálogo de pérdidas hay que sumar la de su mujer, Josefa, que fallecía en 1812. Aislado, sin complicidad con el nuevo monarca y su política y con una situación económica “menos sólida”. Ese es el retrato que hace el hispanista Nigel Glendinning en su obra Goya y sus críticos.

Con ese telón de fondo, publica en 1816 otra de sus series más personales, Tauromaquia, en la que venía trabajando desde hace años atrás y con la que rompe con todos los estándares dominantes. Desde finales del siglo XVIII, el grabador Antonio Carnicero se había convertido en el referente en la representación del toreo. Sus imágenes costumbristas, con estampas amables, coloridas gozaban de una muy buena acogida entre la alta sociedad. Frente a ello, Goya aplica su particular contraste. Sus escenas presentan una tensión evidente. Se enfatiza el drama, el enfrentamiento, la violencia entre toro y torero. Unas veces, aquél embiste con fiereza; otras, éste da el estoque definitivo. Sin rastro del carácter festivo. Esa primera serie de 33 grabados fue un fracaso de ventas.

“¿Quién querría ver una serie que finalizaba con la muerte del torero Pepe-Hillo?”, se pregunta José Manuel Matilla. Con el recuerdo de la guerra todavía tan próximo y una visión tan alejada del modelo idealizado, la apuesta de Goya no parecía navegar a favor de corriente. Tampoco en un momento en el que, según Glendinning, se asistía a un “renacer de la fiesta” tras su restablecimiento por parte de José Bonaparte unos años antes. “Es una serie taurina que no tiene parangón en su época. Responde a su voluntad de expresar sus ideas y su percepción, tal y como hacía con toda su obra. Goya es un intelectual que tiene la necesidad de hacer público lo que siente”, apunta Matilla.

Progresivamente, fue cayendo en un pesimismo existencial. Su mundo interior se derrumbó conforme lo hacía el universo que tenía ante sus ojos. Valeriano Bozal, catedrático jubilado de Historia del Arte y uno de los que en mayor profundidad ha estudiado al pintor aragonés, destaca en Pinturas negras de Goya el vuelco que había experimentado su vida después de la guerra: su importancia en la Corte había descendido notablemente en parte por su edad, en parte por su escasa sintonía con el rey “felón”. Desplazado en las instancias oficiales por el pintor Vicente López, que sí gozaba del favor de Fernando VII, Goya emprende una vida más alejada.

De la sátira a lo grotesco

La obsesión con la edad y la vejez fue comiendo espacio en su mente en sus últimos años de vida. Conforme los encargos que recibía iban disminuyendo, su producción personal se acentuaba con escenas dantescas, oscuras, inclementes. Los álbumes C, D, E y F dan cuenta de lo difusa que comienza a ser la línea entre lo real y lo inventado. La violencia desmedida de la que ha sido testigo se plasma en el último de ellos, donde parece explorar los límites de la crueldad humana. “En los Caprichos, tenía una confianza en la perfección del ser humano y en este momento de su vida parece que ya no tanto. De la sátira pasa a lo grotesco. Ya no cree en la transformación de la sociedad a través del arte y simplemente critica a la irracionalidad de las personas”; subraya Matilla para referirse a un Goya atacado por el desencanto. Son tiempos de persecución hacia aquellos que, como él, defienden la política liberal que había cristalizado en la primera Constitución de esas características en España, la de 1812.

Las estampas de los Disparates constituyen la serie “más hermética” junto con las Pinturas negras para Bozal. Su génesis se encuentra en 1815 y debió de comenzarla una vez concluida Tauromaquia. Su autor nunca la terminó ni le dio un orden aparente y, al igual que ocurriera con Desastres no sería hasta comienzos de la década de 1860, cuando pasó de la esfera íntima y familiar al ámbito público. Todas estas notas a pie de página contribuyen a salpicar de interrogantes e hipótesis cualquier interpretación.

“Al estar inconclusa todavía necesita un estudio más profundo del que se ha realizado”, señala Matilla. Sin embargo, el jefe de conservación de dibujos del Prado sí observa una evolución coherente en el estilo del pintor desde los Caprichos. “Volvemos a encontrar indicios de temas que ya había tratado en anteriores series, pero ahora se aprecia una evolución técnica. Supone el punto culminante del Goya grabador al aguafuerte”.

En la nueva colección de estampas dominan las alegorías de la realidad y de su mundo. Mark McDonald, conservador de grabado en el Metropolitan Museum de Nueva York, insiste en la dificultad para interpretarla: “Existen varias teorías. Recientemente, se han leído como la respuesta de Goya al período de represión, miedo e inseguridad que comenzó alrededor de 1814 con el regreso al poder del despótico rey Fernando VII. Pero este argumento no me convence. No creo que hubiera habido audiencia o mercado para ellos. Los Disparates son como los dibujos de sus álbumes: expresiones de sus pensamientos privados, su mundo interior”.

Para McDonald, al igual que para multitud de investigadores, Disparates pertenece al mismo universo que las Pinturas negras, en las que se volcará el pintor en sus últimos años en Madrid mostrando la misma sensación de ansiedad y “atmósfera opresiva”. En este momento vital, Goya estaría asediado por las pérdidas de sus seres más cercanos, confusión, violencia y tensión física. “Un reino inestable e inquietante que se muestra de cerca y, sin embargo, extrañamente fuera de alcance”, sugiere McDonald.

La Quinta del Sordo

Cuando Goya compra la que sería su última propiedad en España antes de salir a Burdeos está a punto de cumplir 73 años. Será la llamada Quinta del Sordo, en las afueras del Madrid de comienzos del siglo XIX al otro lado del Manzanares. Según Bozal, las razones que le llevaron a tomar esta decisión obedeció a una suerte de razones entrelazadas. Por un lado, plantea el deseo de alejarse de la vida central de la capital una vez perdida la preeminencia que anteriormente había tenido entre sus clientes aristocráticos. Pero por otro, arguye unas razones de carácter práctico como era el temor a la represión absolutista o encuadradas con una cierta autoafirmación con el deseo de tener “una propiedad burguesa”.

Ese año era 1819, momento en el que una nueva enfermedad vuelve a irrumpir en su vida con tal virulencia que casi terminar con su vida. Esa parece ser la razón que le llevó a interrumpir los Disparates y emprender su última gran empresa: pintar los 14 cuadros que decoraron su nueva casa.

Contrariamente a lo que pudiera parecer a primera impresión, el nombre de la Quinta del Sordo no aludía a Goya, sino a su anterior propietario, Pedro Marcelino Blanco, que, éste también, padecía de sordera. Comenzó siendo una pequeña morada de dos pisos en un terreno de diez hectáreas de extensión que iría poco a poco ampliando hasta convertirla de facto en una explotación agraria.

En el interior, el artista decoró con sus composiciones dos salas de planta rectangular. Lo hizo directamente pintando al óleo sobre las paredes, cubiertas con papel pintado. Bozal llama la atención sobre una cuestión más: debajo de las Pinturas negras había otras anteriores con motivos propios de una casa de campo de carácter costumbrista. Un hallazgo que plantea dudas entre los investigadores sobre la autoría de las primigenias y, en el caso de haber sido hechas por el Goya previo a la enfermedad de aquel año, pondría sobre la mesa una transformación producto del cambio en los aires políticos con el advenimiento del Trienio liberal. La presencia de los liberales permitiría “pintar el miedo” y criticar algunas de las viejas instituciones y costumbres, la Inquisición o la superstición.

Más allá de las interpretaciones, “el hecho de volcarse en pintar las paredes de su casa nos habla de una persona que tiene preocupaciones en su cabeza, que ha sufrido acoso político y marginación. Esa oscuridad que se va a reflejar es producto de una introspección”, plantea Matilla. Saturno devorando a un hijo, Duelo a garrotazos, Dos viejos comiendo sopa, Aquelarre, todos ellos evocan lo siniestro, lo malvado entre temas ya recurrentes en el pintor.

Si incluso al final de los Desastres entreabría una ventana a la redención con aquel Si resucitará?, cabe preguntarse si este Goya engrosa ya las filas del ejército de los pesimistas con esta última serie privada. Matilla resta importancia a este tipo de consideraciones y lo encuadra dentro de una normalidad vital: “Es algo que nos ocurre a todos si pensamos en la evolución que sufrimos las personas conforme cumplimos años. La perspectiva con la que uno se enfrenta al mundo en la última etapa de su vida no es la misma que durante la juventud. Todos vemos las cosas de una manera distinta con el tiempo y Goya no iba a ser diferente”.

La invasión de los Cien mil Hijos de San Luis en 1823 volvería a interrumpir el sueño liberal en España al restituir el poder absoluto de Fernando VII e inaugurar un nuevo periodo de represión. Goya abandonó su Quinta del Sordo y se refugió en casa del cura aragonés José Duaso y Latre hasta abril de 1824. Un mes después, después de anunciarse una amnistía política, Goya solicitó al rey un permiso para viajar a Plombières, en Francia, por motivos médicos. Tras conseguirlo, se dirigió a Burdeos, su residencia hasta la muerte el 16 de abril de 1828.

Goya ha pasado a la historia para muchos como el primer artista moderno que además desarrolló una obra absolutamente ingente. Cerca de 500 óleos y murales, 300 aguafuertes y centenares de dibujos solo son las cifras que prueban únicamente una parte de la importancia del personaje. Pero su consideración como artista universal, amado y admirado más allá de nuestras fronteras va más allá de los meros números.

“Cuando vemos a Goya vemos a un contemporáneo nuestro. Maneja los mismos vicios, preocupaciones o inquietudes que tenemos hoy en día. Transciende por eso”, aprecia Matilla. En su opinión, estamos ante un pintor que demostró una inteligencia superior, con una capacidad asombrosa para absorber todo lo que tenía a su alrededor y transformarlo en algo novedoso que incluía “las ideas esenciales que nos mueven a todos”.

“En Goya todos nos podemos ver reflejados de una u otra manera. Es un personaje tan abierto, tan versátil, que nos permite hacer muchas interpretaciones sobre él, muchas de ellas equivocadas”, reconoce Matilla. A pesar todo lo estudiado sobre su figura y obra, comparte abiertamente que todavía nos queda mucho trabajo pasa saber cuál es el verdadero Goya, ese que, incluso al final de su vida, era capaz de afirmar que “aún aprende”.

Es a mediados de 1824 cuando Goya se instala en Burdeos tras la restauración del absolutismo de Fernando VII. En la ciudad francesa, el de Fuendetodos, apuesta por el costumbrimso y las estampas de la vida cotidiana como La lechera de Burdeos (en la imagen), cuadro visto como el precursor del impresionismo y que está datado en 1827, que él mismo recoge en los largos paseos que daba. De aquella etapa también se guardan dibujos que recuerdan en cierta manera a la serie Disparates o a las propias Pinturas negras. También realizó unas miniaturas sobre marfil (1824-1825). El 16 de abril de 1828 fallecía en Burdeos.