Opino, sinceramente, que la sinceridad está sobrevalorada pero confieso que este artículo estuvo a punto de no ver la luz. Tengo mucho lio por lo que, últimamente, practico bastante la “regla Bambi” de la crítica que aboga por liarse la manta a la cabeza solo con aquello que te resulta realmente interesante. Pero hay excepciones, como las exposiciones de los “grandes”.

Escalas (1980-2020), la muestra de Luis Palmero (Tenerife, 1957) que puede verse en TEA, me resultó, en principio, pensada para admiradores y detractores del artista, quienes pueden disfrutar de su absolutamente maravilloso/espantoso trabajo –ambas dimensiones igualmente placenteras– y echar una tarde agradable. Lo leído sobre ella proclama que es una muestra necesaria para saldar una deuda con un creador cuya trayectoria requería una antológica. No entro en este asunto. No me quita el sueño la justicia artística.

Sinceramente, me interesa más o menos un cinco sobre diez lo que se exhibe en Escalas (1980-2020). Sin embargo, puesto que la muestra lleva implícita una selección de obras, supone un “esto sí” pero, también, un “esto no” que, resulta, sí me interesa; así que lo no visible, que también está, es, en realidad, responsable de este texto. Así, distingo dos lecturas de esta muestra: una “sobre” la obra de Palmero y otra, “a través” de la obra de Palmero.

Lo que el público puede ver es una selección de trabajos del artista realizados entre 1980 y 2020 y que se han distribuido en un orden cronológico interrumpido en algunos momentos, para generar dinamismo en las salas, sea por proximidad discursiva, sea por relaciones formales. Todas estas obras de Palmero juntas se me revelan como un cuaderno de notas de sus diálogos con otros artistas. Reflejan sus deslumbramientos, denotando una actitud favorable a la indagación y la sorpresa, cualidades maravillosas que, en la mayoría de los mortales tienden a apagarse con los años. Sin embargo, es fácilmente observable cómo su obra se va alegrando a medida que pasan las décadas, perdiendo trascendencia, adquiriendo resplandor profano y, también, algo que me gana, ironía, por lo que confieso mi predilección por las piezas de la serie Hola dolores.

Como digo, en esta muestra es posible disfrutar la obra del pintor a la par que aprender sobre artistas esenciales. En Sin título (1999) surge la cita a La carga de la caballería roja (1928/32) de Malévich, figura decisiva para Palmero quien, también, desarrolló esta voluntad de encuentro en su serie Museos (2000), donde puso a dialogar a vanguardistas insulares con creadores del continente europeo en una especie de juego de pintura sobre pintura, una manera singular de metapintura.

Se cuentan entre sus principales referentes Jörg Immendorff, Imi Knoebel y Blinky Palermo, quienes, junto a su maestro, Joseph Beuys, convirtieron a Düsseldorf en un centro neurálgico del arte internacional entre finales de los sesenta y mediados de los setenta. Estos años pillaron a Palmero siendo un joven estudiante de Bellas Artes, en La Laguna, primero, y en Barcelona, después, y fue ante aquellos espejos alemanes que Palmero alcanzó la madurez de su lenguaje.

Ya confesé que mi verdadero interés por esta muestra reside en aquello que no se ve pero me hace pensar, componiendo una lectura “a través” de la obra de Palmero. Dice Aurora Fernández-Polanco que el arte de “mera exhibición” también puede. Opino que, a fecha de hoy, lo tiene más que difícil y, lamento decirlo, no estamos en un mundo que permita que esta “antológica” de Palmero sea “de antología”. Me explico.

Mientras contemplo los cuadros del artista de principios de los 80 me atacan Didi-Huberman y su teoría sobre las imágenes que nos miran que, aunque me fascina, siempre me da “yuyu”. Estas obras surgen ante un mundo que se parece muy poco a aquel en el que fueron alumbradas. Me pregunto qué ven.

Una persona “muuuuuy” cercana al mundillo artístico de aquellos años en las Islas, y que sabe bien de lo que habla, me contó de la dificultad de Palmero y, en general, de los jóvenes artistas insulares del momento, para abrirse paso en competición con los veteranos que cortaban el bacalao. Esto, al fin y al cabo un clásico en la historia del arte, me lleva a cuestionarme: ¿Con quién compiten hoy las obras de Palmero y las de los demás artistas? Con todas las imágenes del mundo y, sobre todo, con los acelerados modos de valoración y recepción.

También, en esta lectura “a través” de Escalas (1980-2020), me pregunto acerca de este síndrome que padecen quienes son calificados como “uno de “nuestros grandes artistas canarios”. Vayamos por partes. Que Palmero es artista no es discutible: lo avalan su formación, su trabajo y su trayectoria; que es canario, lo acreditará su DNI. Nos adentramos en lo subjetivo si se le califica de “grande”. No me interesa, en absoluto, entrar en si lo es o no; como dije, no me motiva la justicia artística. Lo que me interesa es quién/cómo/cuándo/dónde se pone este cuño, “grande”, es decir, la legitimación del arte. A aquellos que piensan que es el público, les digo que me emociona su candidez. Allan Bowness desarrolló una teoría sobre los círculos de reconocimiento del artista: primero, los pares; segundo, los expertos; tercero, el mercado y, cuarto y último, el público. Vale la pena una lecturita sobre esto.

Queda lo mejor de “nuestros grandes artistas canarios”: nuestro. A ver, nuestro ¿de quién? Losa pesadísima para un creador, connota todo lo que hace. Decía, que la obra de Palmero está llena de conversaciones con otros artistas sobre cosas de artistas, sin atender a latitudes ni longitudes (por irnos lejos, por ejemplo con la libanesa-estadounidense Etel Adnan). En El misterio de la creación artística Stefan Zweig reflexiona acerca de cómo, cuando el artista crea, no está en sí mismo, sino en su obra. ¡Cómo para estar en Nuestro Padre Teide y en lo agreste de nuestro paisaje! Nada, nada, ganas de agrandar nuestro ego a base del trabajo de otros.

Creo que reparé en ese asunto en mi primera visita a la exposición cuando noté algo desconcertante: la sombra de Jorge Oramas, siempre tan pegada a cualquier cosa que se escribe sobre Palmero, me pareció menos alargada y me preguntaba: ‘¿Será algo intencionado?’. La respuesta me resultaba la clave de esta muestra. Pregunté a Nilo Palenzuela, su comisario, y su contestación fue “sí”. Pues eso.

Finalizo con una mención a la magnífica obra de Dora García 100 obras de arte imposibles (2001). La número 89 reza Rebobinar la propia vida.