Agosto de 1804. Un joven psiquiatra, el doctor Real, viaja desde Santa Fe, la ciudad en la confluencia de los ríos Paraná y Salado, hasta Las Tres Acacias, un sanatorio mental ubicado en Buenos Aires. El invierno argentino se halla en su momento álgido, pero, debido a un milagro atmosférico, el clima que acompañará al narrador de Las nubes en su trayecto es una rigurosa canícula. Treinta años más tarde, un ya maduro Real recordará aquel extraño mes de agosto en un texto sin destinatario concreto, con la esperanza de que, quien un día lea esas páginas, pueda hallar en ellas solaz, consuelo y enseñanza, la que se encierra en cierta frase que se antoja el corazón intelectual del relato: “La locura, por el solo hecho de existir, vuelve a la realidad problemática”.

Esa problematización de la realidad que constituyó, en buena medida, la razón de ser y el objeto de análisis del proyecto literario de Juan José Saer, uno de los más ambiciosos e inexcusables hitos de la literatura en español del pasado siglo, y de la cual Las nubes supone un formidable ejemplo.

Saer defendió en múltiples ocasiones que existen dos verdades, la de la ficción y la de la experiencia, y que ni siquiera cuando se contradicen esas verdades se excluyen la una a la otra, pues, a su modo fallido pero tenaz, la literatura complementa a la vida no como la conjetura se opone a la evidencia, sino como el mito dialoga con la historia. Narrar una cosa supone legitimarla, preservarla, otorgarle una credencial añadida de existencia.

En la prosa de Saer, la experiencia del viaje del doctor Real en compañía de sus alienados cobra una textura que nos recuerda que los poderes de la escritura sobreviven incluso a la necesidad, tan humana, de olvidar. Y que la locura, que es la voz sin eco y el gesto sin respuesta, recibe gracias al relato su estatuto ontológico.

Con todo, la importancia de Las nubes no reside sólo en la estatura filosófica de la novela. A ella se añade la belleza de un lenguaje extraño, proteico, de complejo parangón, con ese raro empleo de la puntuación tan característico del maestro (como en el uso de la coma, que Saer elevó a cotas antológicas en uno de los más vanguardistas relatos del siglo veinte, La mayor), y que en esta novela reposada y al tiempo aventurera, donde hay indios violinistas y hay monjas putas, donde hay incendios y hay masacres, donde la heroicidad monta siempre a caballo, alcanza alturas memorables cuando Real, en las horas magníficas de la soledad, advierte la exquisita complejidad del conjunto: “Éramos la efervescencia de lo viviente, pasto, animales, hombres, que le añadíamos a la extensión inacabable y neutra de lo inanimado, la levedad colorida y tragicómica del delirio, que nos hacía convivir en una multiplicidad de mundos exclusivos y diferentes, forjados según las leyes de la ilusión, que son por cierto más férreas que las de la materia”.