Sus nombres resuenan como bronces antiguos: Diamandís, Linacherás, Polijronis, Yácumos, Yerásimos. Y sin embargo, no son héroes de cierta guerra extinta, cantada por un rapsoda legendario, sino los miembros del Piteas, un carguero de cinco mil toneladas, con calderas y motor de doble explosión, que en algún momento del siglo veinte se mueve en las proximidades de la costa de Singapur y cuya tripulación protagoniza La guardia, la única novela que el poeta y marinero Nikos Kavadías publicó en vida.

Referir la doble condición de poeta y marinero de Kavadías parece pertinente para acatar las razones de este libro singular, amargo y divertido, obsceno y hermosísimo, elocuente y elusivo, capaz de mover al desagrado por explícito y a la vez construido en torno a elipsis memorables. La poesía es el fundamento, la decisión expresiva que articula la obra de Kavadías, un flujo constante que desmonta cualquier atisbo de organización del material narrativo en beneficio de decantar un aluvión de historias, ese sustrato casi mítico que invade al lector mediante el elenco furioso de mapas, aventuras de alcoba, instantes fugitivos. La tripulación del Piteas, con la excusa de las guardias nocturnas, habla y habla hasta la extenuación, y al rememorar su vida sin fronteras, conmemora esa metáfora de metáforas que es el mar, ese tejido inconsútil que Esquilo, en su Agamenón, caracterizó valiéndose de un único adjetivo: inagotable.

El alimento de esa poesía augusta y terrible de las guardias nocturnas es heterogéneo. Son las madres que velan en tierra firme y las prostitutas que aguardan en cada puerto; son las aduanas y los mercados donde cabe todo el asombro ante lo humano y su desmesura; son la enfermedad y el robo, la vesania y la solidaridad, la rara dignidad de esos hombres sin país que hoy están en Adén y mañana atracan en Huelva, que se duermen en Colombo y despiertan en San Francisco. Kavadías, que ofició como radiotelegrafista de la marina mercante entre los años 1939 y 1974, metaboliza esa fecunda experiencia en un texto que generará resonancias seguras (Genet y Duras, en mi caso), pero que a la postre, como sucede con ciertas creaciones difíciles de olvidar, establece un territorio sin epígonos, no compartido. De hecho, la sensación dominante que La guardia procura es la de asistir a un parto permanente, a la plasmación de una experiencia tan íntima que no admite impostura o manipulación, ni siquiera la propia de los mecanismos ficcionales. Episodios como el del corazón palpitante del tiburón, el encuentro sexual con la mujer laringectomizada o el hallazgo del cadáver sin rostro de Melusina predisponen a una violencia ritual, anhedónica, y sin embargo Kavadías convierte esos feroces instantes, auténticas huellas mnémicas en la conciencia del narrador, en hitos de una realidad alucinada y poliédrica, capaces de lograr que “La guardia” merezca a un tiempo, y sin que medie paradoja en ello, el radical elogio que Pierre Michon destinó a la auténtica literatura, el de encarnarse en obras que sean intolerables y sin embargo bellas.