Tessa Hadley (Bristol, 1956) cultiva ese subgénero que en el Reino Unido llaman novela de Hampstead y que cubre un amplio espectro de insatisfacciones de cierta clase burguesa urbana algo esnob y acomodada, con distintas y pequeñas apetencias culturales, que vive en ese distrito londinense o en sus alrededores. No es la única autora entre los actuales británicos, mujeres y hombres, que toca esa partitura, pero sí, con toda probabilidad, la más insistente y conspicua de ellos. De hecho, empezó a publicar tarde, cumplidos los cuarenta y cinco, y no ha escrito apenas otra cosa. Pero eso no significa que la voz de Hadley no suene bien explicando su mundo. Al contrario, se escucha nítidamente y es capaz de vencer cualquier resistencia de los lectores a dejarse engatusar por aparentes estructuras artificiales que al final no lo son tanto, gracias a una aguda visión psicológica que le permite crear personajes multifacéticos de esos que permanecen tiempo junto a uno después de haber acabado la novela. Rose Macaulay, que aspiraba el mismo aire de Virginia Woolf, se arrepintió enseguida de haber comentado, a propósito de Un puñado de polvo, de Evelyn Waugh, que el adulterio en Mayfair no es asunto interesante; y Kingsley Amis respondió, a quien dijo que las novelas de la autora Elizabeth Taylor resultaban superficiales, que “la importancia no es importante y sí lo es la buena escritura”.

En Hadley tenemos a una escritora fiable de omnisciencia fluida contando historias que recorren los años con la misma facilidad que las entreteje a través de los prismas de sus distintos personajes. No es James Salter, pero en ocasiones lo parece. “Lo que queda de luz”, la novela que ahora publica Sexto Piso, comienza con la noticia de la repentina muerte inesperada de Zach, fulminado por un infarto. Su esposa, Lydia, angustiada y confusa, se muda a la casa de sus viejos amigos Alex y Christine. Todos descubren inmediatamente que el desparecido Zach, amable, alegre, vitalista y servicial, ha sido el eje moral de sus vidas. Mientras buscan el consuelo entre sí, se enfrentan a los recuerdos individuales del ser querido y a una creciente comprensión de que su larga amistad podría no sobrevivir a la pérdida. Ven cómo los lazos que les unen se deshacen, sus certezas y patrones se alteran, y empiezan a mostrarse inestables en un mundo que súbitamente les es desconocido. La novela avanza y retrocede en el tiempo, yuxtaponiendo el dolor de cada personaje con las experiencias individuales de su amigo. Alex y Zach se conocen desde la escuela, al igual que sus esposas. Inicialmente las parejas funcionaban a la inversa, con Christine saliendo con Zach, y Lydia enamorándose sin ser correspondida de Alex. Más tarde se encuentran asentados en una cómoda clase media de mediana edad que asiste a inauguraciones de galerías, distingue las buenas botellas de vino, escucha música selecta y discute sobre narrativa moderna, sin percatarse de que el edificio que habitan tiene una fachada pendiente de derrumbarse, revelando ruina y fealdad tras la superficie.

En su novela, Tessa Hadley mide con precisión la distancia entre lo que el mundo enseña y las verdades incómodas que se esconden tras las sombras. Zach no es el tipo de una pieza que sus amigos quieren guardar en el recuerdo, sino un egoísta no demasiado satisfecho consigo mismo, aunque su amabilidad colme las vidas superficiales que los demás han tejido en torno suyo. Digamos que llena los huecos vacíos de las expectativas defraudadas. La autora de “Lo que queda de luz” va empujando hábilmente a sus personajes para que se definan y saquen a relucir las frustraciones con las que han sobrevivido durante décadas. Al mismo tiempo que las apariencias discurren, la tensión de lo desconocido impregna la escena. La de Hadley es una bomba de relojería meticulosamente activada para los que creen que no merece la pena ocuparse literariamente de los adulterios en Mayfair.