Antes de entrar en materia debo decir que estimo que el Museo Municipal de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife es, hoy, una de las instituciones artísticas más fascinantes de Canarias. Ello desde 2018, cuando un equipo capitaneado por Gilberto González, en complicidad con la ahora recién jubilada directora María del Carmen Duque, concluyó su reconfiguración museográfica y museológica. Antes, con salvedades, mi opinión sobre el mismo no distaba en exceso de la de vanguardistas como Juan Manuel Trujillo, que lo calificaba de “provinciano no provincial”; Domingo López Torres, para quien era un “desván” de “cuadros de aprendices y aficionados al arte sin ningún valor”, o Eduardo Westerdahl, que sostenía que “en este museo sólo existen cuadros detestables de hijos del país que han muerto, cuyas obras sólo poseen el mérito de haber muerto sus autores”. El logro de aquel replanteamiento museal, que después ha sido también el de instituciones como el Museo Insular de La Palma, fue tratar sus fondos ―–cuadros, originales de carteles de las Fiestas de Mayo, letreros que prohíben escupir en el recinto, reproducciones en yeso de esculturas clasicistas, objetos de la Guerra de Filipinas, etcétera– como documentos, incluidos los que hasta entonces eran tratados como monumentos, así como exponerlos al modo abigarrado del salón barroco para devolverle agencia a la curiosidad individual. Néstor Delgado, que trabajó un tiempo aquí como cuidador de sala, reconoce el influjo de aquella operación en su muestra Un huésped adecuado, que exhibe estos días en la Sala Tarquis de la institución.

Lo anterior viene al caso porque el objeto de la exposición de Delgado es justamente el propio museo, su origen y con él las divisorias que lo constituyen, como la que separa lo que se considera digno de ser mostrado y lo que se estima que ha de mantenerse oculto, la que discrimina entre lo estable y lo transitorio y, también, la que disocia la naturaleza de la cultura, esa divisoria radical que nuestra modernidad en crisis comprueba, no sin pavor, cómo se hace cada vez más evanescente por la proliferación de objetos híbridos creados por ella misma.

Entre los artefactos que el Museo de Bellas Artes consideró impropios para exponer, y que permanecen apilados en un armario, se encuentra un conjunto de cuadernos de apuntes y legajos que pertenecieron al extinto Gabinete Científico de Santa Cruz de Tenerife ―–recuérdese que el Museo de Bellas Artes se fundó en 1898. Relacionados con la Historia Natural, por alguna razón estos materiales con los que ha trabajado Néstor Delgado no pasaron a formar parte del Museo Antropológico y de Historia Natural, inaugurado en 1902 en Santa Cruz, en donde terminó la mayoría de los fondos del Gabinete Científico, desaparecido poco antes de la apertura del Museo de Bellas Artes.

Azaroso es también el tránsito de la colección inicial del museo antes de encontrar emplazamiento definitivo, pues pasó por diversos recintos, incluidos un convento y un teatro, hasta recalar, como un cangrejo ermitaño, en el edificio que Eladio Laredo concluyó en 1929 frente a la Plaza del Príncipe.

Durante su investigación, que fue posible gracias a la Residencia Tarquis-Robayna, Delgado puso la lupa en imágenes de insectos: unas incluidas en los cuadernos de apuntes y otras en páginas desprendidas de alguna enciclopedia entomológica, cuyas ilustraciones, por la acción del tiempo y la humedad, se copiaron en otras páginas. Imágenes, pues, estas últimas, no realizadas por mano humana alguna, tal que los acheiropoietos que veneran distintas iglesias cristianas.

Las imágenes de estos insectos, entre las que predominan las de orugas, polillas y mariposas, fueron escaneadas, retrabajadas a mano y estampadas por el artista en sábanas que cubren copias de esculturas tan deterioradas que el museo no las exhibe nunca. Tampoco ahora. Todo ello colocado sobre pales y burras extraídos de los almacenes para enfatizar la transitoriedad del montaje.

La voluntad de forma, inherente al impulso artístico lo mismo que al designio museal, se enreda así con lo informe, esa condición que, en la entrada que le dedica en la revista Documents, hace decir a George Bataille que “afirmar que el universo no se parece a nada y sólo es informe es lo mismo que decir que el universo es algo parecido a una araña o un escupitajo”.

El espectador, que aspira a que el museo le confirme que el universo es la Gran Forma, se ve obligado a hacer un esfuerzo de memoria e imaginación para completar mentalmente el diseño anatómico de las esculturas ruinosas que yacen bajo las sábanas. Más que en eso que es algo más que una homofonía de museo-mausoleo, la intervención de Néstor Delgado invita a fantasear con un museo-morgue. Pero la vista, el sentido privilegiado en la casa de las musas, es perturbado aquí por los ruidos parasitarios que el artista ha traído grabados del exterior: sonidos emitidos por pájaros, viandantes, vehículos y barrenderos que transitan por la plaza del Príncipe y las calles aledañas al amanecer. Sobre las sábanas, las estampas de las mariposas, copiadas por el artista de copias no realizadas por manos humanas, hacen pensar simultáneamente en fósiles del antiguo Gabinete Científico, en imago, el nombre que reciben las mariposas después de haber sido huevo, larva y crisálida y en psyché, el nombre que les dieron los griegos de la Antigüedad.