Al teléfono. A poca gente en el mundo del que tengo memoria y consciencia he querido tanto como a Manuel Padorno. Lo conocí por teléfono, cuando las rayas de la distancia eran más grandes que ahora, o después, pues él vivía en Madrid y yo estaba aún en Tenerife y era un chiquillo. Él tenía, sin embargo, aquella voz nocturna y marina que entraba como un susurro y se iba haciendo imprescindible, como la luz en la noche solitaria. Era una voz de la que se esperaban buenas noticias, calma; en sí misma era una voz resplandor, no hacía falta que se concretara en versos o en anuncios, era su tono el que era suficiente para que tú te sintieras querido, curado de la distancia que la propia llamada contenía. Pues era material, tangible, su voz misma, y tú podías nadar sobre esa piel voz que te alcanzaba.

En aquel entonces, principios de los años 70 del siglo XX, él telefoneaba a un número general que empezaba por 922, y pudo haberse perdido su intento de localizarme si no fuera porque éramos pocos en aquella redacción de EL DÍA, el periódico en el que yo trabajaba, y quien se puso al teléfono enseguida me pasó el aparato como quien se desprende de un pez de desconocido origen, o de un vaso del que no quiere beber. Del contenido de la conversación es bueno no decir nada, pues es de su voz de la que quiero hablar en este primer párrafo.

Hay voces pluma, como en el boxeo, y hay voces poderosas que entran raspando como el escoplo de un carpintero para construir la ilusión de que tienes al lado al interlocutor que te busca. Y hay voces fuego lento, que acarician el exacto lóbulo que se dispone a escuchar lo que resulte de quien acaba de llegar por esas vergas. Mi madre y algunos de sus contemporáneos (como Domingo Pérez Minik o Eduardo Westerdahl, que ya eran amigos de Manuel cuando él me hizo aquella llamada) solían llamar vergas a las líneas telefónicas, y la verdad es que aquella calidad del vegetal de alambre que nos juntaba en ese momento a Padorno y a mi resulta ahora como una verga infinita que contrasta, actualmente, con esta especie de nada en que se han convertido ahora los cables insignificantes de los teléfonos. Así pues, Manolo me llamaba con su voz raspada por el tabaco de la noche y el sabor reciente de las albóndigas que comía de un caldero gigante que había en la cocina de su casa de la Avenida de los Toreros, 24, Madrid, y lo hacía a través de un material cálido, la baquelita, pegado a una oreja, la suya, que ya había escuchado rumores (el mar, los barcos, la sierra, la nieve, las prensas de editar) que aún eran sorpresas para mí mismo.

En esa ocasión (siempre sería así, en todo caso) él habló más que yo; seguramente, tan sólo asentí mientras él pintaba en el aire de la comunicación el porvenir de sus deseos al frente de una editorial, Taller Ediciones JB (JB: Josefina Betancor, su admirable mujer filósofa), que fue como el retrato que ambos se hicieron ante el espejo del tiempo. JB y MP: palabras mayores de la edición literaria. Entonces ellos acababan de crear ese sello y habrían de nutrirlo de filosofía, ciencias, literatura; en el cajón de las ilusiones de ambos hubo ya otro intento aguerrido, publicar poesía, así que ya eran en el ámbito de todas las mesas de librerías palomas conocidas de ascendiente atlántico, olas que viajaban de un lado a otro con sus nombres propios, Manuel y Josefina, señalando sin decirlo algo que quiero reivindicar aquí, cuando sale a la luz la poesía sin freno que distinguió, y ahora hablo de Manuel, su poderosa voz de poeta. Nadie que yo recuerde, y digo nadie con todas las letras, hizo más que ellos dos por la poesía de sus paisanos e iguales, pues entre nosotros el cultivo de la envidia o el desdén, que él sufrió como cualquiera, no fue su mata de hierba, sino al contrario. Se empeñó, desde tan lejos como Madrid, que entonces parecía un continente solitario, en incorporar a sus sucesivas aventuras de editor, con Josefina, de nutrir sus colecciones de los nombres propios de quienes pudieron ser a la vez luz o sombra de su propio nombre propio. Durante años, además, no dio a conocer sino a retazos su propia poesía, y para decir quién era el que elaboraba libros tan bellos se sirvió de un seudónimo, Mateo Alemán, que era un homenaje al pasado.

Tamaña generosidad o desprendimiento sólo tuvo reconocimientos recatados, pues la mezquindad es el bicho malo del oficio de escribir, donde prospera la maldad como una mala hierba.

En Madrid. A partir de aquella llamada de voz raspada supe más de Manuel, naturalmente. Cuando ya lo conocí en persona, en Madrid, recibí de él noticias más cercanas, más rabiosamente humanas, más poéticas, pues ya estaban ante mi su sudor y su frente, su ensimismamiento, sus preguntas. Manuel no hablaba sino a borbotones, como si caminara deshaciendo palabras para que tú las juntaras; eran palabras rotas, expulsiones de aire que más tarde serían también palabras de música, liberadas sonatas de jazz, la sonora apropiación del mar en su garganta. Por decirlo así, era como esos pensadores de la antigüedad que son retratados con la cabeza entre las manos, como si estuviera amasando las ideas para decirlas tan sólo cuando estaban construidas. De vez en cuando se acordaba de que éramos mortales, y a cualquier hora de la tarde o de la noche decidía que era conveniente merendar o almorzar o cenar, pues su cuerpo no tenía horario sino apetitos. Me enseñó muy pronto que los tiempos van por dentro y que él era un hombre al que el tiempo le venía corto; él aprendió a comportarse como la eternidad, a saltos sorprendidos, a exabruptos poéticos, así que era una aventura transitar por su propio camino, esas gafas redondas, las camisas blancas volando alrededor de su cuerpo fuerte, sus pantalones de marinero sin mar, Madrid bajo sus pies parecía una alcayata de goma, él en realidad volaba en otro sitio. Me gustaba verle callado porque yo nunca había visto de cerca ese espectáculo en vivo de un sabio hablando hacia adentro. Cuando se acordaba de que también estabas tú alrededor te llevaba a su cuarto, donde había fotos de las niñas mezcladas con poemas o retratos que iban desde versos de Dante a heridas de Alonso Quesada o quejas civiles, suspiros en realidad, de Domingo Rivero.

Para él entonces la poesía era un tránsito infinito que no conocía eras o edades, sino que era un conglomerado feliz de versos que él citaba con maestría, como si fueran parte de la velocidad de su sangre. Una vez lo vi volver de la nieve, donde había grabado un poema en prosa para acabar un telediario. Siempre estaba entusiasmado por algo que no había ocurrido todavía; una bicicleta en Ámsterdam o un atardecer en Nueva York podían cubrir el universo entero en su garganta, y me gustaba tanto ver su entusiasmo que me parecía que ese hombre que se mesaba los pelos para que su cabeza siguiera respirando sería inmortal como un sueño de felicidad. De noche, comiendo albóndigas del fondo mismo del caldero, era también un niño travieso que se zafa de las manos de la razón de los padres e improvisa su poesía, y entonces se quedaba melancólico o triste, bajando al baúl del que provenían sus deseos de ser el nómada que se va de todas partes.

Me llevaba a la editorial, en la calle Ambrós, con la ilusión de enseñarme un elefante, pues así de imponentes te describía los libros; a todos los concurrentes sabía qué preguntarles, pues dominaba el oficio como un carpintero de ribera domina las quillas y sabía a ciencia cierta, empírica, que de un cícero de más depende la vida del artista. Ah, era una gozada verle feliz entre esos materiales que luego son libros bien encuadernados que duran para siempre en el alma de madera de las estanterías. Ahí aprendí a quererle más, porque veía en un él hombre que solo trabajaba para otros; no se le veían en su cara ni la palabra esfuerzo ni la palabra negocio, y además no era un hombre (como decía mi madre de mi padre) armado en el aire, sino que era consciente de cada uno de los pasos que había que dar para que eso que hacía no fuera materia de botarate. Corría el riesgo de cualquier dadivoso, llenar de agua las ceretas, pero ahí estaba Josefina atando bien esos muslos desbocados del caballo Padorno tan despierto aunque estuviera horas y días y semanas simulando dormir pero despierto.

Y el regreso. Padorno no hizo nunca nada sin entusiasmo. Era un muchacho de orilla, que sabe que las olas van y vienen, y siempre una te parecerá mejor que la otra. Así eran los días que le esperaban en la orilla de acá, frente al Atlántico. Donde transité más con él fue cerca de la Cicer, en la casa extraordinaria que él y Josefina se hicieron al borde de las olas, como para vararlas. En un cuarto que daba a la calle y a la luz, pero también a sí mismo, pues Padorno era luz hacia adentro, tomé conciencia de que ese hombre estaba haciendo siempre otra cosa que la que parecía hacer. Era como un inventor o como Picasso, trabajaba para que no le venciera la pereza de no soñar. Era un sueño activo, incesante, verdaderamente como un insomne carpintero de ribera, que no tiene que aguardar la llegada del barco para saber qué le pasa, porque no le obedecen la velocidad o las anclas. Él estaba allí sentado, casi descalzo como los hijos de la mar, al mando de sí mismo, ante una mesa grande cuyo desorden era la marca misma del poeta. Asombrado ante tanto cigarrillo, me gustaba verlo respirar hablando, otra vez, como si se dijera hacia adentro los versos con monosílabos. El editor le había regalado unos años a la política de las islas; creó utopías en medio del erial y la indiferencia, y él, que había regalado tanto, recibió muchas veces (esta frase es también de mi madre) tajadas de aire. Pero eso le importó poco; entonces no lo iba pregonando, así no era Padorno, escribía y escribía y ni lo iba diciendo ni lo iba publicando. Estaba construyendo un castillo de la luz y de los sueños hecho de palabras. Era la continuación de su poesía, tachando adjetivos, adherencias de la vida, yendo al hueso fémur como César Vallejo o como TS Eliot. No iba pregonando nada, pero su cuerpo cantaba, ya veterano, la canción múltiple de aquella garganta que era la de un fumador que se comía el humo.

Detrás de aquella mesa que ahora se me antoja monumental como su mano tenía libros, papeles, manuscritos, océano inabarcable de este hombre que había vuelto ileso a la orilla, desde el continente en el que hizo amistad o continuó (Millares, Chirino, Hidalgo) las que ya llevaba de la fábrica de arte que fue aquel barco que los llevó tantos años atrás a Madrid y al mundo que quisieron pisar. Ya él pisaba la arena de Las Canteras, mordía el tabaco de la madrugada en el Gas o en Farray, y dormía cuando le dejaban libre el billar o la conversación de trasnochada. Entonces me siguió pareciendo un héroe de vitalidad, como si tuviera tiempo para todo, y en todo, también en la diversión, estuviera atento a cuando había de venir la poesía.

Cuando ahora, como en este volumen y en los anteriores de su obra completa, se da noticia de todo lo que escribió y quedó póstumo, es cuando sabemos que de noche y de día nos estuvo engañando. Ese Padorno que se iba por las noches en busca de conversación y de tabaco se quedaba en realidad en casa escribiendo lo que ahora es un monumento de generosidad hacia los suyos, hacia su tierra y hacia la poesía.

El fin no tiene lugar. Aquel mayo terrible de 2002. Ya los teléfonos no eran como aquel de baquelita por el que recibí su última llamada. Él estaba en Madrid, en su casa de Avenida de los Toreros, con Josefina; al día siguiente amigos que él mismo había reunido para que recitaran en el Botánico, iban a esperarlo al pie del jardín, y Manolo tenía tantos proyectos para ese concierto de palabras y para tantas audacias como habitaban en su mente que yo lo escuché como aquella otra vez, alrededor de 1972, estando él en Madrid y yo en el periódico para el que trabajaba. Habló y habló, mientras yo caminaba por el pasillo de mi propia casa en Madrid, tan feliz de oírlo, siendo él además tan feliz, tan generoso, tan lleno de luz para otros. Al día siguiente ya él fue pasado y yo fui mucho menos feliz para toda mi vida. En este volumen hay unos versos suyos que dicen: “Dejé los libros sobre la misma / playa y comencé a leer en otro / libro abierto de par en par: la vida / humana”. Quien toca este libro toca todos los libros de este hombre, y toca también su alma, su voz desgarrada, su fruto de mar, de océano vital inabarcable orilla