Rebumbio padorniano con los containers desprecintados en el taller abierto de par en par. Si en los dos tomos anteriores, bajo el estricto orden cronológico, mandaba su sagrado criterio de que el poema llegue a la página con las necesidades hechas de antemano (que nada se vea del taller en el que cada palo ha forjado su vela es el atributo más común a sus poetas predilectos, de Cairasco a Lezama, de Góngora a Domingo Rivero, de Fray Andrés de Abreu a José Gorostiza), ahora, en este sorprendente millar de páginas de inéditos de su casi medio siglo de escritura, se dejan palpar los mimbres más cruzados, y se enseña de dónde proviene cada arista del intrincado poliedro.

Uno de los apartados que mejor justifican las casi tres mil páginas con el cintillo de Obras completas, en vez de Poesía completa, es el deslumbrante tramo final, titulado Ensayos: escritos datados en las diversas décadas, y que son por ello un documento formidable para entrarle a la evolución de su poética. De un marcado tono confesional (“Yo no quiero ser famoso ni popular sino un poeta leído”); pero, sobre todo, filosófico y didáctico —“La poesía no es sentimiento… Un poeta es un buceador en lo oscuro”, “[Lo que cuenta en poesía] no es el contenido ni el ritmo, sino la precisión”…— los ensayos podrían ser leídos como las Cartas a un joven poeta, de Rilke. Son, en cualquier caso, un excelente broche final para los muchos mimbres expuestos, y hasta cabos sueltos, donde confluyen maduros borradores playeros —incluso se aprecian apuntes de otras versiones de reconocibles poemas— con poemas de corte cívico del tan inédito Padorno madrileño, el anterior a su retorno a medios de los años ochenta, cuando —reconoce sin lamento— dedicaba aún mucho más tiempo y energías a publicar y apuntalar a colegas que a perfilar su voz más propia.

Por contraste a sus decenas de retratos de escritores y pintores predilectos, llaman la atención los poemas que dedica a anónimos viandantes de la Avenida de Las Canteras: Tres mujeres africanas —con cuyas risas resurge “ya no sé qué dios en el paseo”—. Curiosamente, con infrecuente sesgo psicosocial, llama “brujo de la tribu” al médico que se ve sobrepasado por la por entonces letal epidemia del sida; o denuncia de esta guisa la impasibilidad de sus paisanos: “… Y el imposible can de la paciencia / canaria mea su borrachera / en la más absoluta sumisión”.

Pero, el verdadero contrapunto de este tomo tan variopinto —por no decir que es la espina dorsal, con su largo centenar de páginas centrales— lo constituye Vir heroicus sublimis (1989-90), un libro completamente estructurado y dispuesto por el poeta, aunque apareció por vez primera el pasado año, bajo el sello de la Fundación Jorge Guillén. Aun cuajado de onirismo, conserva la marca unívoca del menos reconocible del más reconocible Manuel Padorno:

Y forniqué a la orilla del mar: / en el descendimiento más abierto. // Bebí la boca. Vieja Boca mía. // El cangrejo de arena se la lleva.

Con ese extraño título, tomado de un lienzo de Bernett Newman, el poeta lo dejó, en efecto, geométricamente estructurado —nueve poemas en cada una de sus nueve partes—, e, incluso, con un texto preliminar, en que define el libro como “un canto a la contemporaneidad occidental”. (Hasta ahí llega ahora este tomo de inéditos, partiendo de “la comarca cultural atlántica”: del espacio al tiempo, que, conforme apunta en su poética, es lo único capaz de dilatar el “irreconocible” espacio). Datado en 1990, cuando publica su central libro Desnudo en Punta Brava, Padorno muestra también aquí todos sus mimbres y bisagras; al tiempo que intensifica la imaginería surreal (”el espejo detrás del loro verde / y en el flamenco rosa blanca rosa”), anuncia sus ulteriores fijaciones (”Si diera un paso más entro por fuera”). Sus recurrentes emblemas —”la carretera del mar”, “el árbol de la luz”, “el pez de luz”...— se repliegan y despliegan autónomos; se intensifica el irracionalismo sensorial e icónico (”cuando se tumba el sol y cabecea [...] dentro del alacrán anaranjado”) y, a la vez, el entendimiento de su poética como arte plástica, que reiterará en los ensayos finales. A taller abierto, muestra la pintura y el cincel de sus versos, y pugna por abolir los aranceles maniqueos de la retórica, entre el adentro y el afuera, o lo visible y lo invisible, para apreciar la cultura contemporánea, con sus vértigos y sus máculas, a través de los renovados ojos ilógicos (”teósofo parezco ser yo mismo”) de un marinero siempre presocrático.