Hace un siglo, la sociedad española se precipitó en una crisis que tuvo de inmediato nefastas consecuencias y que más adelante traería cola. Aún hoy se dejan sentir sus efectos. Largamente gestada, acabó con el país hundido bajo una dictadura longeva y anacrónica. El desenlace de la Guerra Civil es el acontecimiento más decisivo de nuestra historia reciente; quién sabe qué rumbo habría tomado de haber ganado los defensores del régimen republicano, pero aquella tragedia solo puede explicarse teniendo en cuenta todo lo ocurrido previamente.

En esa agitada época vivió Antonio Machado, que concebía la poesía como un diálogo del hombre con su tiempo. Movido por esta idea, y agotada en cierto modo su vena poética por la muerte de su esposa, dejó casi de escribir versos luminosos para entregarse de lleno a un compromiso, primero cívico y luego expresamente político, que mantendría sin desmayo, ni físico ni anímico, hasta su último día. Sin llegar a ser un columnista profesional, colaboró asiduamente durante casi treinta años en numerosos periódicos y revistas, fue miembro de diversas entidades culturales y prepolíticas y, aunque no perteneció a ningún partido, firmó muchos manifiestos de protesta o de propaganda. Alérgico al protagonismo del primer plano, desplegó su incansable actividad con una humildad ejemplar, siempre desde la segunda fila.

Machado hereda de su padre, un pionero en los estudios del folklore afín a la Institución Libre de Enseñanza y que utilizaba el seudónimo Demófilo en sus escritos, la tradición del liberalismo decimonónico. Coincide con Giner de los Ríos en el objetivo de preparar a los españoles para la democracia mediante la educación, que en nuestro país padecía una situación lastimosa, de las más atrasadas de Europa. Después de abandonar los estudios y de tener algunos devaneos con la bohemia, cae por azar en Soria, donde entra en contacto con la realidad del mundo rural, que conocerá mejor a su paso por Baeza y Segovia. Es en ese periplo a través de la España profunda que Machado va forjando el alma de un poeta de la vida diaria, pegado a la tierra, que se ve a sí mismo solo como un hombre, identificado plenamente con sus semejantes, y se siente llamado a actuar como uno más en el foro público.

Es el comienzo de una atracción idílica del poeta hacia el pueblo. Machado se sirve de la visión renovadora de la historia que Altamira expande desde la Universidad de Oviedo para convertir al pueblo llano en el agente de la revolución democrática que está por hacer en España. Concluye sus estudios de filosofía cumplidos los cuarenta, está al tanto de las ideas que circulan por Europa y en sus reflexiones provincianas aparecen algunas intuiciones que están madurando los grandes pensadores del momento, pero él, de acuerdo con Unamuno, opta por concentrar su atención en la coyuntura española y exprimir todas sus posibilidades democráticas. Rechaza que se hable del hombre masa, puesto en boga por Ortega, porque le parece que denota una actitud elitista, y evita el término proletariado, quizá por su connotación urbana y porque, como declaró más de una vez, nunca fue marxista.

Machado se refiere siempre a un pueblo que, en realidad, no existe. Es posible que de ahí venga la desoladora frustración posterior. Pero estará junto a ese pueblo idealizado hasta el final. Era su manera de entender la lealtad a la España soñada; libre, democrática y en armonía. De los reformistas de Melquíades Álvarez se distanció con un duro reproche por la traición cometida en sus intrigas palaciegas. En Barcelona, perdida la guerra, camino del exilio, lamentó no haber hecho más caso de la recomendación de Juan de Mairena a los jóvenes de hacer política a cara descubierta, y se proclamó “un viejo republicano para quien la voluntad del pueblo es sagrada”. Por eso, permaneció siempre fiel a la República, en una guerra que insistió en denunciar como una agresión de las autocracias europeas consentida por las viejas democracias.