Sólo la palabra puede redimir del olvido los reinos perdidos, convocarlos incesantemente, sembrarlos de luz fecunda, volver a recorrer ese breve relámpago que es la vida con su finitud exasperante, y también señalar, con la debida insolencia, a quienes instauraran el imperio de la sombra. En esa certeza se instalan los versos de José María Millares Sall, que tienen su punto de partida en el ya lejano 1946, año de publicación de Canto a la tierra y A los cuatro vientos, cuando apenas cuenta con veinticinco años de edad.

El poeta nace el 28 de enero de 1921 —el jueves se cumplió su centenario— en el viejo barrio grancanario de Vegueta, en el seno de una familia de artistas e intelectuales que le aporta una atmósfera propicia para el desarrollo de su vocación. Su formación autodidacta encuentra además maestros sucesivos en muy diversas voces, con las que dialoga a través de los años: entre los clásicos hispánicos, Juan de Yepes —San Juan de la Cruz—, Quevedo, Góngora y Villamediana; del modernismo, Alonso Quesada y Tomás Morales; después, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, la generación del 27, Pablo Neruda, Miguel Hernández y César Vallejo, entre otros.

Dos hitos

En 1947, José María Millares colabora en el primer volumen de la colección El Arca, junto con Ventura Doreste, Pedro Lezcano y Ángel Johan, así como sus hermanos Agustín, poeta también, y Manolo, pintor: se trata de la arriesgada y combativa Antología cercada, primera muestra colectiva de poesía social en la posguerra española, que desde su título delata el clima de asfixia de ese momento histórico. El libro recibirá numerosos reconocimientos, como el de los poetas Gabriel Celaya o Vicente Aleixandre, que en 1982, en la celebración del 35 aniversario de su publicación, escribe: “En mi memoria está, y mientras yo dure, lo que representó esa Antología en la evolución de la poesía española. Fuisteis los verdaderos pioneros de un movimiento que había de dejar un hondo surco en la marcha de nuestra lírica y además me atrevería a decir que en el mismo decurso de la cultura social”.

La composición de José María Millares incluida en el volumen se titula Labios de acero, y su clima onírico deja entrever, como un escalofrío, el cuerpo yerto de un reo ejecutado: “Sobre piedras recientes de soles y silencios / la sangre quedó fija, y en sus ojos / abierta la mañana”. Pronto prepara el poeta una nueva entrega, Liverpool, deslumbrante relato de una anábasis —viaje espiritual, sómnico— hacia los muelles de Liverpool y Hong Kong, de nuevo en busca de un oxígeno que falta en la inmediatez, en una experiencia que se acerca a lo surrealizante: “abridme paso, dejadme cruzar este túnel de plomo […] Yo he podido navegar / sobre la última ceniza del aliento de una estrella”. La rareza del libro no hace fácil su publicación, y para poder sacarlo a la luz su autor concibe una nueva colección, que en un principio se va a llamar Punto y Aparte, un título afín a su espíritu de ruptura, tanto formal como temática. Al proyecto se suman de inmediato sus hermanos Manolo y Agustín, quien propone el nombre definitivo para la serie, Planas de Poesía. Nace así esa colección ya mítica, que ha sido objeto de diversas reediciones y cumple un papel crucial en la posguerra española. Ahí colaboran los hermanos Millares Sall —incluyendo a Jane, pintora— junto con otros artistas del momento, y además se recuperan piezas de autores como Alonso Quesada o Federico García Lorca, cuyo poema Crucifixión se publica en esas páginas por primera vez.

Entre los dieciocho números de la revista, que ven la luz entre 1949 y 1951, se encuentran otros dos poemarios de José María Millares, que testimonian su versatilidad poética: a la vertiente visionaria y la popular se une la clasicista de Ronda de luces, con sus octavas de estirpe gongorina, cuya intensa musicalidad será definitoria en todo el itinerario del autor. Ya en 1951, una nueva pieza suya supone el principio del fin de Planas: Manifestación de la paz, donde el poeta declara tener “abierto, siempre abierto, por la paz, / sangrando el corazón”.

La maquinaria de la censura extiende pronto sus tentáculos hacia la revista, y en octubre de ese año, cuando ya ha salido el número 18, la Brigada Político Social, dirigida por Roberto Conesa, viaja desde Madrid a Gran Canaria con la misión de cancelar la colección y detener a sus impulsores. La revista es considerada por la policía del régimen como “propaganda efectiva en pro del ideal comunista aunque tratando de disimularlo con la intitulación Manifestaciones de la Paz; hechos y actos todos que afectan de un modo directo a la seguridad de la Organización política Nacional”, según reza el auto oficial; en los archivos policiales de la época aún puede leerse que “era dedicada a difundir versos de Rafael Alberti, obras de Picasso, José Bergamín, todos ellos exilados en el extranjero y colaboradores del movimiento Pro-Paz”.

Los responsables son detenidos y sometidos a consejo militar —algo desmedido incluso para ese tiempo—, y después pasan a la vía civil, que mantiene lo dispuesto en la ley de enjuiciamiento criminal, en un largo proceso. José María Millares es encerrado en una mazmorra bajo el mar, en el muelle de Santa Catalina, durante varios días de incomunicación y oscuridad absoluta en que es torturado. Esa experiencia brutal del poeta, que en aquellos momentos sólo esperaba la muerte, dejará honda huella en su personalidad y en su escritura, como puede constatarse especialmente en sus últimas composiciones.

Después de una estadía en la prisión de Barranco Seco, el poeta queda en libertad provisional, circunstancia en la que se casa, en 1952, con la poeta Pino Betancor, con la que habrá de tener siete hijos. Juntos trasladan su residencia a Madrid en 1956, y salvo un paréntesis isleño entre 1960 y 1964, allí permanecen hasta 1975. En la capital, Millares mantiene su actividad creadora, siempre incesante, y frecuenta las tertulias literarias y los recitales que tienen lugar en los sótanos de la librería Ínsula, en la calle del Carmen, junto a poetas como José Hierro, Leopoldo de Luis o Gabriel Celaya. Éste se expresará en términos entusiastas hacia los versos de Millares: califica su poesía como “alentada por esa hermosa cólera de la verdad”, y enaltece su poemario Árbol de la unidad —al que después Leopoldo de Luis dedica un homenaje en Caracola—, al tiempo que destaca el ritmo “jadeante” de otro de sus inéditos, ese ritmo entrecortado que frecuenta la escritura vehemente de Millares. Max Aub, por su parte, lo incluirá en su antología Una nueva poesía española, publicada en México en 1957, si bien su compromiso, disidente de las servidumbres del didactismo realista que impera en la época, queda al margen del canon, lo que condiciona una voluntaria marginalidad que define su itinerario biográfico.

Los años oscuros

Millares se dedica en los años sucesivos a la preparación de libros artesanales, que firma en ocasiones con el seudónimo Juan Martín el Empecinado; también se dedica a la composición de letra y música de canciones —como Campanas de Vegueta o De belingo—, expone su obra plástica en Las Palmas, Tenerife y Madrid, y colabora aún en otro proyecto literario familiar, la revista Millares. El nombre refiere a su naturaleza íntima o doméstica, que pretende burlar a la censura, pero poco a poco va acogiendo firmas externas y difundiéndose más, hasta que la actuación oficial llega de nuevo en 1967, cuando está a punto de salir el número trece de la colección, que queda truncada. En 1966 publica ahí José María su poemario Aire y humo, ilustrado de nuevo por su hermano Manolo, donde el verso es casi caligrama que dibuja en la página el tránsito vertical de los elementos que dan título al libro. El último poema regresa a la métrica tradicional con sus alejandrinos trepidantes:

…Ahogad la alegre vía que surca nuestra sangre,

el paso de los trenes, el cielo, su esplendor,

tus ojos, mi memoria; ahogadme hasta que calle,

ahogadlo, ahogadlo todo, pero nunca el amor.

Como los tiempos siguen siendo poco propicios para publicar versos, Millares decide lanzarse a la aventura de refundar Planas de Poesía, a fin de sacar a la luz un inédito que conserva desde hace ya algunos años: Ritmos alucinantes. Éste inaugura la segunda etapa de la revista, en 1973, y mantiene las constantes que vertebran el itinerario poético de José María Millares, con su prosodia vibrante, sanguínea, que da curso a la rabia y a la idea, y que afirma con uñas y dientes un futuro luminoso.

Regreso a la luz

Después de 1975 se suceden las ediciones de la poesía de Millares con una fluidez nueva. A Hago mía la luz (1977) le siguen Los aromas del humo (1988), En las manos del aire (Vegueta y otros sueños) (1989), Los espacios soñados (1989), Los párpados de la noche (1990) y Azotea marina (1995). En 1996 publica dos libros, Paso y seguido (Sexmas) y Blanca es la sombra del jazmín. En 1997 aparece una nueva entrega del poeta, Escrito para dos, sobre la que Jorge Rodríguez Padrón ha escrito: “Estos poemas tienen la virtud de no claudicar, de alzarse —con el tiempo dentro, y con su herida— por encima de todo llanto”.

Aunque sus inéditos —como Canto abierto, El profesor, La hoz y la paloma, Texturas ibéricas o Aguafuertes— siguen siendo abundantes, son muchos los libros suyos que en años sucesivos aparecen en las librerías: Objetos, Pájaros sin playa, Sillas, Regreso a la luz, Paremias y otros poemas, Memoria viva, Celdas, Cuartos, y ya póstumos, Esa luz que nos quema, Cuadernos, Krak y No-Haiku. Además, se suceden los galardones y reconocimientos, hasta culminar con el Premio Canarias de Literatura en 2009 y el Premio Nacional de Poesía en 2010.

Los últimos años

Millares mantiene hasta su muerte, el 8 de septiembre de 2009, la dedicación ferviente a la poesía. En ese periodo final prepara unos cuadernos donde se entrega a una nueva línea de creación: espontánea, impremeditada, que va naciendo cotidianamente. Las palabras fluyen libres a partir de un tema dado, que a menudo da título al cuaderno. Una vez volcada en la página esa arcilla poética, Millares la modela, establece los cortes de cada verso, decide su plasticidad y le da la forma final. Para conjurar la temática elegíaca que aquejaba sus últimos poemarios decide viajar hacia muy atrás, hacia su infancia y juventud, la casa familiar con sus azoteas abiertas al juego y la ensoñación, la playa y el mar.

Los cuartos —de los ratones, de los huéspedes, de adentro, etc.— irán derivando de un modo casi imperceptible hacia enigmáticas celdas, un nuevo nombre que delata su ensombrecimiento, en un complejo proceso de instrospección en la propia memoria, donde domina especialmente la vena existencial, contrapunteada con la intimista y la satírica. La vocación surrealizante, que se intensifica, no se revela, sin embargo, como escritura automática o hermética, ni impide o dificulta la comunicación con el lector, y ahí está una de sus grandes paradojas, y también uno de sus privilegios: la inteligencia del poeta vela por una lucidez que convive con la visión, en atmósferas oníricas donde se suceden las iluminaciones, y el lector tiene la sensación de asomarse al acuario insólito de un pensamiento en marcha.

Poco a poco, esas celdas —que se multiplican en innumerables cuadernos— van articulando un universo autónomo poblado de símbolos. Encadenadas entre sí, construyen un laberinto imaginario que el poeta recorre más allá de la linealidad del tiempo: pueden ser la celda casi monacal donde se desarrolla la escritura, o incluso la celda interior del propio yo, del alma del poeta, y también los cuartos que, en su madurez, transita una y otra vez —“el bastón oyendo oscurecidos sus pasos / y la mañana con su ruido de escoba”—, acosado por el dolor de ausencia o la soledad de la urbe: túneles, pasillos, calles vacías, ascensores y habitáculos fríos, solitarios, como esa otra celda donde espera la noche última, en imágenes sobrecogedoras —“Aún / tengo que estrechar / aún más los hombros para poder salir / del silencio y entrar por la puerta de la muerte…”—. Pero también puede ser el recuerdo del aula donde el niño se distrae de la lección, y la casa de la infancia, donde el abrazo materno ahuyenta las pesadillas, o una gruta recurrente imaginada como refugio —donde una araña y una piedra son las fieles compañeras—. Pero es igualmente aquella siniestra celda bajo el mar—“fosa abisal de la escritura”— que regresa, tercamente, a la memoria, en una imagen generatriz que vertebra las visiones y condiciona un universo de sombras y malandanza.

De ahí emerge otra imagen recurrente y oscura: la del sujeto empeñado febrilmente en cavar en esas piedras en busca de la luz, de otro espacio, ahora definido en la verticalidad ascensional. La imaginación y la memoria son motor del vuelo, posibilitan la conquista de lo negado, el regreso a la casa de la niñez —sin cancelas, con la ropa tendida al sol—, y también sus azoteas y escaleras, y las torres con sus palomas y campanas al vuelo, y la poesía, única luminaria posible contra esa oscuridad. El poeta cava febrilmente —“cavando toda la noche / la luz toda la noche para verle los ojos / a las estrellas ciego toda la noche”—, para desenterrar la luz libérrima de la escritura, estrella de esa noche simbólica, en pasajes visionarios de una dolorosa lucidez, deudora de aquella “celda cero” enterrada bajo el mar: “Escribo / a ciegas y palpo la oscuridad / de la luz / que alimento de sílabas y pasos…”.

Esa fuga ascensional construye, en su verticalidad, nuevos espacios que garantizan el vuelo libre, más allá de las paredes de piedra que definen el deambular del poeta en un plano horizontal. La palabra y su sortilegio hacen posible esa afirmación de la vida, la memoria, el futuro: las cosas familiares se entrelazan con el mar, el cielo y la tinta, todo se contagia de esa luz que sueña, que se eleva fugitiva, poderosa, en una constante anábasis, en tanto que el idioma se despoja de lastres retóricos para mostrar una desnudez austera y altiva, una transparencia que se ofrenda íntima, cercana, próxima. Ese vuelo también recorre en visiones terribles un pasado ominoso, su dentellada amarga, su cicatriz indeleble, redimidas por la escritura, que dibuja escaleras y horizontes para negar aquellas celdas; mágicamente la palabra ejecuta el exorcismo, ahuyenta la sombra y se hace bálsamo y camino, con su fortaleza irreductible.