Guardo entre la mugre de mis viejos papeles, un texto publicado en El País, el 24 de abril de 1994, por el filósofo Fernando Savater, titulado Itinerario del buen censor. Se refiere a la Enciclopedia de Diderot, y dice: “Esos volúmenes copiosos y rebeldes, el escrito más censurable salido de pluma humana desde el punto de vista del antiguo régimen, no habrían llegado a ser editados sin la colaboración de un censor, mejor dicho: del jefe de la censura en la Francia de aquella época. Este hombre, Malesherbes, fue una de las personalidades más complejas de su época”. Savater prosigue informando de que Malesherbes usó mano izquierda con sus censurados, y lo notaron cuando fue sustituido por el teniente de policía Sertine.

En sus Memorias, Malesherbes explicó que no era liberal, pero que a los hombres de letras no debía vetárseles sino en casos extremos, porque “un hombre que hubiese leído únicamente los libros publicados con expreso consentimiento del Gobierno estaría casi un siglo por detrás de sus contemporáneos”. Ahora tenemos, por ejemplo, a los estultos y sandios del gobierno de izquierdas español, fabricando una ley de censura, la ley de censura de los necios, a la que denominan Ley de la Memoria Democrática. Entre tanto, sus pares norteamericanos, los emperadores de Silicon Valley, colaboran con más estilo, técnica y algorítmicamente, por ejemplo Google con el Partido Comunista Chino para censurar la web en Hongkong o Taiwán o en el continente, y trasladan esos métodos a occidente (ostracismo, desmoralización, y el cobro de la bala del fusilado a su familia).

Lo que nos muestra todo este guirigay es que hemos entrado en una nueva época, la del metacapitalismo, un concepto acuñado por el filósofo Olavo de Carvalho, y que implica el comportamiento de los nuevos megacapitales, que tienden, por origen, correlación y colateralidad, a quedarse con la propiedad mundial del Big Data, cuyo valor no encaja ya en textos antiguos como Das Kapital, aunque sus intenciones, las de las elites que salvan a los de abajo subyugándolos, marca la sempiterna dinámica de los grupos humanos: la imposición de la definición del odio para aleccionar a los ciudadanos y, acto seguido, la gestión por la elite de esos odios, una vez señalado, o creado, el enemigo. Ya estamos, pues, amigos, ante un cimbronazo de proporciones épicas. Uno más en la historia humana, pero esta vez, plenamente dependiente de la tecnología y de quien la tiene presa.

Cuando decimos que ha quedado periclitado Das Kapital, también lo decimos de las obras de Adam Smith o Hayek, pues éstos, basándose en el mero movimiento de las mercancías, vieron que los intercambios de éstas, reflejados en las partes alícuotas financieras, eran imposibles de seguir, por pura capacidad de procesamiento humano, de forma que ante los equilibrios que presentaba el volumen general de intercambios comerciales en un baile armónico de oferta y demanda, generaron la tesis de la “mano invisible”, un constructo al estilo del ceteris paribus del pensamiento científico. El tema es que ahora el panorama ha cambiado y la Inteligencia Artificial sí que puede llevar el cálculo al céntimo de todos estos intercambios, dispone de volumen y velocidad para hacerlo, puede participar en ellos, variar, observar, arrebatar plusvalías informativas, cambiar flujos, en suma, dominar a su antojo la economía de los hombres. Y es aquí donde se hace presente el nuevo feudalismo tecnológico.

Al hacer su aparición la Inteligencia Artificial, vinculada a corrientes de megadatos, a claves irrompibles como las del Blockchain, a la posibilidad de la construcción de un hombre artefacto, unido a una IoT, Internet de las Cosas, y epistemologizado por una ontología de los objetos en la que el humano es un objeto más en una estructura de redes, en ese momento las plusvalías de la información pasan a ser pasto de los agentes de la elite, se convierten en la nueva substancia que sustituye al capital, surgen los tecnoliberales, los tecnoglobalistas, los tecnoutópicos, comienzan las discusiones de los tecnófobos con los tecnófilos, y entramos en un nuevo mundo en el que hay que reformular las preguntas kantianas (¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el hombre?), y hacer una pregunta general: ¿puedo ser un viviente que me pregunte de dónde vengo, adónde voy, quién soy, qué voy a hacer… o tengo que pedir permiso arriba? Si las compañías de redes se han atrevido a utilizar el dicho latino Oderint dum metuant (ódienme mientras me temen), erigiéndose en los nuevos censores planetarios postinquisitoriales, ya sabemos qué va a pasar con actos más evidentes como la intervención directa en el albedrío de los internautas.

Lo que queda claro definitivamente es que la denominada nueva izquierda es portadora del mal, la envidia, la crueldad y el odio, en tanto sus oponentes recogen, por descarte, el estandarte del progreso humanístico. La izquierda que inventó el capitalismo de estado, vuelve transformada en metacapitalismo, representa el progreso, en efecto, pero hacia un cuerpo social inmanente que maltrata a los ciudadanos que lo componen, robándoles su libertad y su individualidad. La quema ordenada por Goebbels de miles de libros el 10 de mayo de 1933, por estudiantes, profesores y miembros del Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán, en una acción dirigida por el Nationalsozialistischer Deutscher Studentenbund, en la Plaza de la Ópera en Berlín y en otras 21 ciudades universitarias, la llevan a cabo hoy día corporaciones privadas como Google, Amazon, Facebook, Instagram o Youtube, con el auxilio de gobiernos títeres, colaboradores de ideas globales instauradas por organismos también títeres, como el Forum Mundial, la ONU o la OMS, y han iniciado la nueva tecno-quema del siglo XXI, el neofascismo socialista. El neosocialismo ha vuelto con toda su virulencia, ha penetrado en América y en Europa empieza a corroer como salitre, y su éxito se adivina planetario. La guerra ha comenzado de nuevo. Pero, hasta ahora, siempre han ganado los buenos una vez se han espabilado.