“Voilá la gran Alquimia, la gran ilusión / la gran Maud desciende la escalera de servicio / el diamante más grande de la historia”, poetizó el surrealista tinerfeño Óscar Domínguez, maestro de la decalcomanía y referente artístico de la generación del 27. Estos versos compilados en su poemario Los dos que se cruzan (Les deux qui se croisent), publicados en París en 1947, se refieren a Maud Bonneaud-Westerdahl (Limoges, Francia, 1921-Madrid, 1991), figura fundamental en la historia del movimiento surrealista en Canarias y, sin embargo, desdibujada en su relato como las nubes dalinianas de la mujer en la ventana.

Licenciada en Letras por la Universidad de Poitiers en Francia, artista del esmalte pero de corazón surrealista, que canalizó en un intenso activismo cultural en París, Madrid y Tenerife, la trayectoria cultural de Maud Bonneaud-Westerdahl rubrica su nombre en la generación de la vanguardista artística del pasado medio siglo en Canarias cuando se establece en Tenerife en 1955 junto a su segundo marido, el artista y crítico de arte Eduardo Westerdahl, y adopta su apellido. Sin embargo, sus años anteriores en París, epicentro de la efervescencia artística asediado por la Segunda Guerra Mundial, permanecen en la penumbra de su biografía fruto de un pacto entre su propia discreción y los prejuicios patriarcales del franquismo.

La conmemoración del centenario de su nacimiento este 2021 ilumina esta primera etapa vital casi novelesca de la mano de una de sus investigadoras principales, la historiadora, docente y crítica de arte Ángeles Alemán, que esta semana brindó la conferencia Maud Bonneaud-Westerdahl: la surrealista cartesiana, en el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) de Las Palmas de Gran Canaria. Su minuciosa reconstrucción de la trayectoria artística y vital de Bonneaud-Westerdahl ahonda en sus años silenciados en el París ocupado, a donde se traslada en 1942 en busca de los vestigios del Surrealismo después de cruzar su camino con los pasos de su máximo exponente, André Breton, a quien definiría como “un viento arrasando las arenas de la normalidad, un tifón devastando la pequeña isla de la vida confortable”.

“El encuentro con Breton fue lo que decididamente cambió su vida: se convierte en una surrealista convencida y se va a París en busca del Surrealismo”, relata Ángeles Alemán. Entonces solo contaba 21 años y ni su padre, jefe de la resistencia francesa en Limoges, ni su madre, farmacéutica que, a escondidas, sellaba documentación falsa para auxiliar a judíos refugiados, apoyaron esta determinación tan temeraria en plena contienda mundial. Pero la joven Maud vendió su pequeña colección de pertenencias de valor, incluidas algunas piezas dentales de oro de herencia familiar, y se instaló en la capital francesa, donde contaba con la única amistad de la poeta surrealista Laurence Iché (luego, Laurence Viola), autora del libro Al filo del viento (Au fil de vent), ilustrado por Óscar Domínguez.

Para entonces, Breton ya había viajado a la isla de Tenerife para asistir a la Segunda Exposición Internacional del Surrealismo, organizada por la mítica revista tinerfeña Gaceta de Arte, dirigida por Eduardo Westerdahl, lo que supuso un acontecimiento único y memorable en la historia de la creación cultural en Canarias, y que Breton relata en El castillo estrellado (Le château étoilé), en 1935. Pero a la llegada de las tropas alemanas a París, el fundador del movimiento surrealista se exilió a Nueva York y legó sus dos valiosas cajas de colecciones aztecas al cuidado de Maud hasta su reencuentro, muchos años más tarde, después de la guerra.

Pero una vez en París, los dos que se cruzan son esta joven esmaltadora de Limoges y el surrealista tinerfeño en 1943: “Ahí estaba, elegante y monstruoso”, escribió Maud sobre su primer encuentro con Óscar Domínguez en el Café Select, donde el artista se acercó a su mesa y le dijo: “Tú eres la niña saltamontes y me casaré contigo”. Cuenta Alemán que “al mismo tiempo que se consolidaba su relación de pareja, empezaron juntos a trabajar de forma experimental con los esmaltes”.

Después de esta etapa primigenia ligada al círculo artístico de Pablo Picasso, “centro vivo de la resistencia intelectual” y con quien Maud trabaría una amistad para toda la vida, la creadora decide progresar en su carrera como esmaltadora, mientras que Óscar se centra en la pintura, si bien “toda la gestión económica de sus cuadros corre a cargo de Maud”. En este período, Maud pule su dominio sobre la vitrificación de los colores ejercitado en distintos talleres de Limoges, ciudad de los esmaltes, y entre otros hitos, pergeña una colección de joyas para Christian Dior y, en Alemania, se encarga de la decoración del montaje teatral Las moscas, de Jean-Paul Sartre.

“A lo largo de su vida, los esmaltes de Maud alcanzarían una gran belleza y, pese a la dureza del trabajo, continuó haciendo joyas y pequeñas piezas de carácter escultórico hasta la década de 1970”, revela Alemán. Además, “Maud se distinguió como lo que hoy denominamos agitadora cultural, porque estuvo siempre alerta para descubrir y apoyar nuevos talentos artísticos”, añade. “De hecho, la encontramos también relacionada con un pequeño y selecto grupo de artistas e intelectuales afincado en Limoges, ciudad que visitaba con frecuencia”.

Sin embargo, a medida que avanza la década de los 40, la salud del pintor ya comenzaba a agrietarse a causa de sus problemas mentales y su alcoholismo, pero juntos expusieron en Londres en 1947, donde Maud forjaría una nueva amistad con la poeta surrealista Valentine Penrose, así como su ex marido Roland Penrose y la segunda mujer de este, la fotógrafa Lee Miller, que cristaliza en “una correspondencia interesantísima”, en palabras de Alemán. A su regreso de Inglaterra, Maud ayudó a Óscar a ordenar sus textos poéticos reunidos en Los dos que se cruzan, su único poemario, cuyos versos evocan su “gran nariz triangular y violeta de fuego”, hasta que, finalmente, en 1950, el matrimonio se separa. “Ambos mantuvieron una relación muy fluida, apasionada y difícil para Maud, con muchos altibajos, pero muy beneficiosa para los dos”, apunta Alemán. “Injustamente, cuando se habla de Óscar Domínguez, no se habla de Maud Bonneaud y se olvida su importancia, incluso entre los grandes estudiosos del surrealista, cuando la realidad es que Maud fue muy importante para Óscar”. No obstante, ambos conservaron una gran amistad, de tal manera que, dos años más tarde, es Domínguez quien presenta a Maud Bonneaud y Eduardo Westerdahl.

En 1954, la esmaltadora francesa se instala en Tenerife y, un año más tarde, contrae matrimonio con Westerdahl, con quien tuvo un hijo, Hugo, en 1957. Durante su estancia en la isla, donde vivió una larga etapa de felicidad y creatividad hasta su regreso a Madrid en 1985, desarrolla una intensa actividad como artista, crítica de arte y comisaria, que alumbró numerosas exposiciones de sus esmaltes entre Canarias, Madrid y Barcelona, incluida una exposición con el lanzaroteño César Manrique en Madrid, así como el montaje inicial de la exposición-homenaje a Óscar Domínguez en el Círculo de Bellas Artes de Tenerife, en 1968. En esta institución cultural impulsa numerosas iniciativas artísticas, donde destaca la creación de la primera agrupación de mujeres artistas en Canarias, denominada Las Doce, en 1965, que giraría en varias exposiciones colectivas en distintas salas de arte, con obras de artistas referenciales como María Belén Morales, Lola Massieu y Jane Millares. Y por supuesto, Maud desempeñó un papel fundamental en la creación del Museo de Arte Contemporáneo Eduardo Westerdahl (MACEW). La artista María Belén Morales, quien co-organizó la primera colectiva de Las Doce con su coetánea, rememoraba en 2015, tal como recoge una de las investigaciones de Alemán, que “Las 12 marcó un punto de inflexión en la sociedad canaria”. “Maud Westerdahl venía de París con ideas muy abiertas y nos sirvió de estímulo a las creadoras canarias que teníamos inquietudes”, declaró.

Un valioso legado de cartas conservadas en el archivo Pérez Minik de Santa Cruz de Tenerife atestigua que la artista también mantuvo una amistad duradera con los surrealistas canarios que marcaron su vida y la memoria artística del Archipiélago, como Domingo Pérez Minik o Pedro García Cabrera, pero también con los artistas Martín Chirino, Manolo Millares y Elvireta Escobio. De hecho, Alemán revela que “fue Maud quien puso nombre a los maravillosos aeróvoros de Martín Chirino”.

Con todo, “su actividad incesante y su actitud abierta a la Modernidad permaneció siempre en Maud, tanto fuera Bonneaud, Domínguez o Westerdahl”, manifiesta la investigadora. Y con respecto al silencio que ha eclipsado los primeros capítulos de sus años en París, apunta que “puede que Maud eligiera esconderse un poco”. “En una sociedad franquista, católica y exageradamente provinciana, una mujer como Maud, artista, divorciada y surrealista, procedente de París, no podía permitirse hablar de más”, sostiene. “Además, ella era consciente de que hacerlo podía perjudicar a Eduardo Westerdahl, que además había estado muy significado en la Segunda República a través de Gaceta de Arte, y que escapó de cualquier persecución por el hecho de ser ciudadano sueco. Entonces, por amor a Eduardo, y porque era una mujer inteligente e intuitiva, eligió no hablar sobre su vida. Aunque, afortunadamente, escribió”.

Ángeles Alemán tituló su conferencia en el CAAM Maud Bonneaud-Westerdahl: la surrealista cartesiana, debido a que la propia artista se refería a sí misma desde este desdoblamiento íntimo a caballo entre lo racional y lo onírico. “Maud siempre decía que ella era surrealista y cartesiana al mismo tiempo, y esa contraposición era muy propia de su forma de ser y de enfrentarse a las cosas. Y en cualquier caso, ¿quién mejor que una misma para definirse?”, reflexiona la historiadora, que confiesa que, por otra parte, su hijo Hugo, a quien envió la invitación a Madrid, coincidió en que este epígrafe resultaba “muy apropiado para Maud”.

Y es que, para redondear este viaje, la misma historiadora coincidió en múltiples ocasiones con la protagonista de su investigación. Su primer encuentro tuvo lugar cuando preparaba su tesina sobre Martín Chirino y, por recomendación del escultor, visitó a Maud en su casa en Santa Cruz de Tenerife, donde embalaba cajas con materiales destinados al fondo Westerdahl que hoy custodia el Gobierno del Canarias “Maud era una mujer extraordinaria; sobre todo, divertida, espléndida, muy leal con todos, con una voz políglota y ronca de fumadora impenitente”, recuerda. Después de coincidir en distintos eventos, como la inauguración del CAAM o su exposición dedicada a Chirino en el Centro de Arte La Regenta, la visitó por última vez en Madrid. En aquel encuentro, “el más interesante de cuantos tuvimos”, Maud le presentó a su querida amiga Laurence Iché, anfitriona de su primer aterrizaje en París, ya viuda del poeta surrealista Manuel Viola. “Dos mujeres tan diferentes y, al mismo tiempo, unidas por una historia común, que es el Surrealismo”, apunta Alemán, quien revela que solo entonces se atrevió a preguntarle, por primera vez, por qué había decidido ir a París, sola, en 1943. “Me contestaron las dos, riéndose, al mismo tiempo, y dijeron: porque Andrés Breton era un león”.