Cuando cayeron las Torres Gemelas, Donald Trump hizo la mejor propuesta para su reconstrucción: rehacerlas como eran para recuperar esa imagen de Nueva York. “Business as usual”. Gemelas a las Gemelas. “Com’era e dov’era”. Hoy, sin embargo, no podemos más que criticarle: ¿por qué un político dice a los arquitectos, por ley, cómo deben hacer su trabajo? Imaginen que se dedicase a decir que no se debe interpretar a Schoenberg o cómo deben investigar los científicos... Pues esto es lo que, en una de sus últimas boutades antes de abandonar la Casa Blanca, ha hecho Trump, ordenando que los edificios federales sean preferentemente clásicos (la intención inicial era prohibir la arquitectura moderna). ¿Por qué esta obstinada predilección por el lenguaje pasado y antiguo del clasicismo?

El historiador Herbert Read decía que “todas las dictaduras tienen a su espalda una columna dórica sangrienta”. La predilección de los poderosos por el clasicismo no es nueva. Franco quería la arquitectura clásica en el Valle de los Caídos, en La Laboral, en el Monasterio del Aire. Musolini también (aunque Terragni se la coló). La arquitectura moderna era despreciada por Hitler, que quería un Berlín clásico con la gran cúpula de Speer. Stalin decía que el pueblo también tiene derecho a columnas.

La nobleza siempre ha estado ligada a este tipo de arquitectura. Y mucho más en Inglaterra, de ahí su difusión reciente e insolente hacia EEUU. Carlos de Inglaterra preside una asociación sobre el paisaje construido cuyas propuestas se recogen en su libro Una visión de Gran Bretaña: una visión personal de la arquitectura (1989). El libro tiene bastantes propuestas sensatas, como el respeto al paisaje, escala adecuada, materiales del entorno, armonía o protagonismo del peatón... El problema es que Su Alteza apoya a arquitectos anacrónicos y promueve o alienta muchas decisiones contra la arquitectura moderna. Así, del proyecto ganador para la ampliación de la National Gallery de Londres, dijo que era “un forúnculo monstruoso en la cara de una amiga muy amada y elegante”. Fue clara su oposición a la reedición de un rascacielos que Mies van der Rohe diseñó para Londres y no se hizo. Y comparó el Teatro Nacional en el Bankside, de Lasdun, con “una central nuclear en el centro de Londres contra la que nadie había objetado”.

Existe una vinculación de afecto entre clasicismo y sociedad. El primer acercamiento a la historia arquitectónica es, para muchos, Roma y Grecia. Muchas veces los temarios de Arte se terminan antes de llegar al siglo XX. Los mayores difusores del clasicismo son los propios edificios clásicos, que vemos en nuestras ciudades mostrándonos su simetría, sus órdenes, sus frontones y metopas, que sacian el hambre de todos por la historia. Por otro lado, la literatura se regocija en las villas clásicas, en Roma y en Italia... Desde Shakespeare hasta las novelas de Jane Austen, que tienen en sus páginas grandes casas solariegas en la campiña. Y la influencia del cine y, luego, la televisión fueron absolutamente decisivas en este sentido. Series como Downtown Abbey, Upstairs & downstairs o Retorno a Brideshead y películas como Gosford Park. No menor impacto causó el cine americano, con filmes como Ben Hur o Quo Vadis… Un Hearst obsesionado con la adquisición de antigüedades clásicas fue la inspiración para el Ciudadano Kane de Orson Welles. Tony Montana, en El precio del poder, se hace una casa clásica cuando tiene dinero. Y hasta películas supuestamente vanguardistas, como toda la obra de Peter Greenaway, han contribuido a esta difusión de lo clásico

En la España de 1944, cuando todas las vanguardias históricas estaban planteadas y bien planteadas, Chueca y Sidro ganaron el proyecto para realizar la Catedral de la Almudena, edificio neoclásico consagrado en 1993... vamos, anteayer. Y la expresidenta madrileña Esperanza Aguirre, condesa consorte y grande de España, fue sorprendida y grabada diciendo que “habría que matar a todos los arquitectos” ante un nuevo edificio consistorial de arquitectura contemporánea.

Si no se logra transmitir a la sociedad la importancia tanto del patrimonio ya construido como de la obligación, hoy, de ser contemporáneos, no habrá arma que detenga su menosprecio y destrucción. Y Trump ayuda poco, claro, como en casi todo.