Cantaba David Bowie en Five years que “nos quedan cinco años” antes de la implosión total; un lustro para que la Tierra se devore a sí misma. Y cinco años después de que el cantante nos dejara, el planeta vive con el corazón en un puño, tocado por un cataclismo sin precedentes. La canción, una de las mejores aperturas de álbum de la historia (The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, 1972), resuena ahora con renovados impulsos apocalípticos, legibles en clave medioambiental, dando más empaque si cabe al Bowie pitoniso.

El 10 de enero de 2016 nos despertábamos con la revelación del gran truco final del artista, la conversión de su ocaso (cáncer de hígado diagnosticado 18 meses antes) en una obra de arte que helaba la sangre: el álbum Blackstar, con sus tinieblas vanguardistas y su simbolismo con vistas a la última morada, publicado dos días antes, en su 69º cumpleaños. De los decesos de grandes del rock que hemos encajado en los últimos años, que no han sido pocos, el suyo ha sido el más conmovedor y espectacular. Un lustro después, la figura sigue ahí, con naturaleza de oráculo, no solo a través de su música, sino como voz venida del futuro, que anticipa tendencias y dinámicas colectivas.

Se invoca a Bowie como popularizador de la ambigüedad unisex, formulada en temas como el himno glam Rebel rebel, de 1974 (“Tu madre está hecha un lío / No está segura de si eres chico o chica”), varias décadas antes de que el debate en torno al género y la identidad sexual fueran de dominio público. En el campo musical, Bowie queda como el gran modulador del canon rock, tan atento a la negritud del soul y el funk como a la electrónica germánica, y prueba palmaria de que la personalidad artística no tiene porqué circunscribirse a un estilo único. Bowie fue, sucesivamente, mod, cantautor folk, rockero con purpurina, soulman, explorador cibernético y estrella pop para toda la familia, y hay algo muy moderno en sus saltos de género musical y su aversión a verse convertido en símbolo de una tribu.

Pero hay más. Corre por las redes esa entrevista en la BBC en 1999, en la que advertía del cambio “inimaginable, tanto para bien como para mal”, que traería consigo internet. Bowie sorprendía al escéptico periodista adelantándole cómo la red, “una forma de vida alienígena”, evolucionaría hasta difuminar las barreras entre el usuario y los productores de contenidos, una interacción con derivadas como las fake news. En el pop, venía a decir, no mandarán tanto las individualidades carismáticas como las sensibilidades colectivas en torno a una escena, desplazando el polo del poder al público, y abriendo un “espacio intermedio” (citando a Duchamp) para la interpretación libre de la obra con formas creativas infinitas. Los artistas deberán “prepararse para hacer más giras”, aventuraba, “porque es lo que único que seguirá en pie” (ahí no contaba con la Covid-19). Y remataba: “Es muy emocionante, pero no importa si lo es o no: simplemente, va a ocurrir”.

El Bowie profeta da juego, si bien otras pistas comentadas se sitúan más bien en el ámbito del divertimento conspiranoico: el rótulo comercial de K. West en la portada de Ziggy Stardust, ¿presagio de que Kanye West, que nacería five years más tarde, sería su mismísima reencarnación? Bromas aparte, la loca tesis ilustra cómo todo aquello que concierne al Duque Blanco es hoy escudriñado como si del Código de Hammurabi se tratara. Atención al segundo 21 del videoclip de Ashes to ashes (1980), donde, ataviado como un arlequín, se saca de la manga una imagen de sí mismo en una superficie rectangular en la que algunos han visto un antecedente del iPad.

Bowie apostó por internet antes que la mayoría de celebridades pop, con una web, BowieNet, que en 1998 permitía a los usuarios registrarse con perfil propio. Tras su muerte, el sitio DavidBowie.com vehicula la información oficial, bajo la cobertura de sus beneficiarios, con su viuda, Iman, en primer término. La web ofrece noticias y acceso a merchandising y rarezas. Desde ahí se ha lanzado un single de cumpleaños con dos versiones, Mother (John Lennon) y Tryin’ to get to heaven (Bob Dylan), inéditas y registradas en los 90. Rescates que nos recuerdan que el mundo de Bowie sigue siendo un pozo sin fondo.