Dispositivo con imágenes diversas en la muestra. | | A. GONZÁLEZ

El samurái Miyamoto Musashi ordenó a su discípulo caminar, día tras día, sobre el borde del tatami. El discípulo anduvo por el borde durante un año, tras lo cual, hizo lo que suelen hacer los discípulos en estas historias: solicitar a su maestro enseñanzas comprensibles, que no se basasen en la repetición de sinsentidos. “Muy bien”, dijo el maestro. “Sígueme”.

El samurái Miyamoto Musashi condujo a su discípulo a las montañas, a un lugar donde un tronco de árbol hacía de puente sobre un precipicio. El maestro le dijo al discípulo que lo cruzara. El discípulo miró hacia abajo y se supo incapaz de cruzar. El maestro le dijo: “Por un año has caminado, vuelta tras vuelta, por la orilla del tatami, que es mucho más angosta que ese tronco. Deberías poder cruzar”. Tras escuchar a su maestro, el alumno cruzó.

En este relato, el secreto para alcanzar la maestría radica en atravesar la estrechez del tronco como si no estuviese suspendido sobre el abismo. Por contraste, en la exposición Como ningún lugar en la Tierra, donde las conexiones entre las obras se producen a ras del suelo de TEA, el secreto de su comisario, Néstor Delgado, es el opuesto: caminar sobre estas líneas como si se hubieran tendido a otra elevación. A veces la del pequeño ventanuco que permite ver en picado la sala desde la recepción del centro de arte. A veces la de los 400.000 km que nos separan de nuestro único satélite natural.

En el centro de la primera sala, dentro del dispositivo circular ideado por el curador, que intenta no ser arte, se tiende el tejido de proezas trasatlánticas —y sus recibos pendientes de pago—, cuyas trayectorias, ahora líneas impresas sobre mapamundis traslúcidos, atraviesan la muestra. El pequeño mundo, leo junto a una fotografía, y me cuesta discernir si se refiere a la escala respecto a la Tierra del globo aerostático —que en la imagen se prepara a cruzar el Atlántico desde el Médano—, o al efecto que el vuelo del globo tiene sobre el planeta.

Tal que si fuese una tela de algodón, la superficie terrestre se encoge con el calor que desprenden las explosiones de combustible. Sus fibras quedan más apretadas cuantas más toneladas de petróleo salen de los depósitos planetoides de la refinería. Hasta el punto en que la camisa, antes de tallaje digno, queda reducida a su capacidad chistosa de apretar las carnes; como esa Tierra que Lena Peñate y Juanjo Valencia registran: reducida a una colección de postales, cuya singularidad —la de sus lugares, de sus remitentes y de sus destinatarios— se pierde en cuanto la nariz se separa más de un metro del cristal que las expone.

Como extensión de esta colección de lugares representados como paraísos tropicales, Labadee, el vídeo de Joiri Minaya sobre el fondeadero turístico haitiano homónimo, aparece entre los paneles de la estructura central como una ventana que, entre bocetos de barcos voladores y otras fantasías aéreas, muestra fragmentos de cuerpos blancos remojándose en agua templada. Masa dentro de masa. Pan con pan que, gracias a la resonancia sarcástica con las piezas vecinas, consigue salvar su crítica ni rotunda ni sutil.

Leo en una de las diapositivas de El segundo viaje: “Dibujo de un eclipse hecho por Juan Ponce de León II, desde el Convento de los Dominicos, en el año 1581. Es el primer dibujo científico de Puerto Rico”. Y es que, cuando la segunda travesía colombina se convierte en poco más que un paseo —casi tan mínimo como las líneas de vinilo con las que Irene de Andrés lo plasma en la pared de la segunda sala—, la bulimia turística busca su próximo empacho allá donde dirigían la mirada los periódicos de julio del 69 que Juanjo Valencia calca sobre pequeños cortes de papel: a ese gran salto para la humanidad que, hoy, también sabe a poco.

Recuerdo las palabras del poeta Pedro Pietri en una diapositiva de Irene de Andrés: “Te estás moviendo hacia atrás / mientras más subes / más caído te sientes [...] aterrizarás / donde despegabas / siempre / lo único que cambia son las tarjetas postales”, mientras mis ojos se mantienen fijos en la esquina inferior derecha de una página con el titular “Hoy tendrá lugar el descenso en la Luna”, en un pequeño cuadrado con el epígrafe: “boxeo”. Y la victoria por abandono —casi ilegible, más dibujada que escrita por la mano de Juanjo Valencia— de Corradi sobre Ramos, de pronto parece premonitoria, como si no hubiera sido casual celebrar este combate en el Palacio de los Deportes Luna Park, pero sin atisbar aún en el horizonte qué púgil nos representaría mejor.

Un horizonte que, en la segunda sala, se dibuja sobre el mar en las playas de Montaña Roja, en Tenerife, y Montaña Amarilla, en La Graciosa; que luego devora el crucero Iván Franko; que se muestra sobre las aguas del Minch, del lago Ness, de la costa de Noatak, y qué es dibujado en las superficies imaginadas de otros planetas. En una sala donde las obras se imbrican de esta manera, es un despropósito construir un relato lineal, de pieza en pieza. Cuando los horizontes de páginas de revistas, viejas fotografías privadas e imágenes publicitarias, que en la obra de Guillermo Boehler forman una sola línea, encuentran continuidad en ambas playas y sus visitantes fotografiados por Teresa Arozena y, estas últimas, en los cortes en el papel que Mike Batista transforma en agua. Y cuando observar la fotografía de Marine Hugonnier se convierte en la única manera de mirar hacia dentro, hacia un pedazo de tierra que sirve como ilusión de certeza, como si sobre un cabo geográfico fuera la única dirección en que no se pierde la vista, “¿Puedes armar sentido de todo esto? ¿Le encuentras pies y cabeza? ¿Podrías encontrar para mí un principio o un fin?”. Me pregunto con las palabras que Virginia Colwell pronuncia en su vídeo, mientras intenta, tal vez como yo ahora, narrar lo que no está hecho para ello, poner en fila de a uno lo que nunca pudo suceder en ese orden. Y de sus palabras consigo entender algo sobre jóvenes con intenciones de transformación política, armas, robos, muertes, ideales de justicia distorsionados; del mismo modo que quién me lea ahora tal vez entienda algo sobre líneas horizontales que, en vez de definir, marcan los límites de nuestra capacidad para hacerlo; sobre el cielo y la tierra, cielo y agua, tierra entrando en el agua, agua comiéndose la tierra… Tal vez algo sobre el cielo y el infierno, si aventuramos un poco. “Pero, ¿qué tal si, como en la isla, es difícil de señalar el comienzo, lo intermedio y lo final?” dice Colwell.

Difícil de señalar, como la línea que marca dónde acabó la construcción y empezó la destrucción en la sala que comparten Engel Leonardo, Juan Ismael y Abraham Riverón. Mientras el astronauta de Ismael taladra la línea de playa con un martillo neumático, como si los cuerpos escachados de los diminutos turistas fueran llamados a convertirse de nuevo en tierra, escucho al Trío Matamoros describir, con una alegre melodía, los destrozos del ciclón San Zenón. En el lugar de donde salen sus voces hay una pared empapelada con noticias de periódicos: la destrucción causada por el huracán en Santo Domingo, la construcción de Ciudad Trujillo sobre sus ruinas, el asesinato del dictador Rafael Leónidas Trujillo —que le había impuesto su nombre a la capital de la República Dominicana—, la reinstauración del nombre de Santo Domingo. Más allá, escucho a Sofía Gallisá, que, sin pretenderlo, describe esta pieza de Engel Leonardo: “De las rocas desgastadas salen los suelos que luego se convierten en rocas, que a su vez se desgastan y se convierten en suelos”. Y las imágenes ruinosas del vídeo de esta artista se convierten en las mejores acompañantes de los mencionados documentos; aún cuando Engel Leonardo ya los muestra junto a los elementos que dan nombre al total de la pieza: Planchas, unas finas planchas metálicas que, empujadas por el huracán, rebanaron cabezas; pero que, hoy, para presentarlas sobre la tarima y pared inmaculadas, son vestidas de una pintura tan impecable como inocua.

“Las rocas cambian constantemente en forma y tamaño”, dice Gallisá. Lo que antes eran piedras de cantera de Cueva Bermeja pueden ser ahora bloques de un hotel del sur de Tenerife, o pequeños módulos de cemento y arena de sus ruinas simuladas, o soporte para las fotos de familia del Sindicato Vertical de la isla. Rodeo las Catastrografías de Riverón y el olor seco de la arena, mezclado con las promesas de ruina y reconstrucción condenadas a repetirse, me incita a tomar un puñado de los bloques hechos polvo del miniaturizado Hotel Los Gigantes. Lo suelto y contemplo su caída, más abajo del suelo que sustenta mis pies, hasta que encuentra descanso sobre la tapa del féretro de María Luisa Pérez Jiménez, al mismo tiempo que intento calcular cuando descansará sobre mí aquella arena que, minutos antes en la proyección de Gallisá, la costa de Puerto Rico arrastraba sobre sus pies.

De esta manera, en esta muestra en la que, al entrar, parecía que iba a observar el mundo a vista de pájaro, salgo consciente de la gravedad que atrae mi cuerpo hacia el suelo. “Por años has caminado, vuelta tras vuelta, por el tronco del árbol que está suspendido a mucha más elevación que este tatami. Deberías poder andar sobre sus líneas”, imagino decir a Néstor Delgado, como si, tras juguetear con las fantasías desvanecidas del Progreso, llamara a enfrentar el verdadero vértigo: mantener los pies sobre las desgastadas líneas del tatami. Funambulistas sobre el suelo. Sabiendo que, aunque estén en Marte, serán las mismas, siempre. Como en cualquier lugar en la Tierra.