‘No digas nada’, la verdad necesaria sobre el conflicto irlandés

Jean McConville tenía 38 años cuando fue secuestrada por un grupo de encapuchados y desapareció en diciembre de 1972, en Belfast. Era viuda, con diez hijos y, en su condición de protestante casada con un católico, merecedora del desprecio de dos comunidades enfrentadas por una causa perdida en el fondo de la historia, mundos cerrados por las convicciones religiosas, el larguísimo relato de agravios mutuos y la violencia continua a pie de calle. En 2003, cinco años después del acuerdo de Viernes de Santo, que abría a Irlanda del Norte a una paz estable no exenta de tensiones, los restos de la viuda McConville aparecieron en una playa. Con este episodio oscuro como hilo conductor, el periodista Patrick Radden Keefe radiografía el conflicto de Irlanda del Norte en No digas nada, un libro en el que la narración se ajusta de forma estricta a los testimonios y documentos reunidos por el autor. Pese a todo ese afán de precisión, no estamos ante un informe frío y, muy al contrario, Radden Keefe conjuga el plano humano de los protagonistas de esos hechos con el acontecer histórico, con una destreza que dificulta interrumpir la lectura. Es un libro que va más allá de lo sucedido en Irlanda para adentrase en la naturaleza de los conflictos humanos, la instrumentación de la violencia, la imposición de una memoria unilateral y la necesidad de saber dónde están enterrados nuestros muertos.

“Aunque la población de Derry era predominantemente católica, en el imaginario de los lealistas la ciudad seguía siendo un monumento viviente a la resistencia protestante. En el año 1689, fuerzas leales a Guillermo de Orange, el nuevo rey, habían logrado resistir al asedio de un ejército católico leal a Jaime II”. El contexto de lo ocurrido a Jean McConville comienza en un momento muy lejano de la historia, que el autor de No digas nada expone de manera sucinta. A la altura del tiempo de la víctima, aquel episodio de casi tres siglos atrás se materializaba en “una limpieza étnica al por menor”, alentada por el fundamentalismo protestante del reverendo Ian Paisley. Esa cirugía social consiguió que “millares de católicos” hicieran “cola en la estación de ferrocarril: refugiados esperando a que pasara un tren hacia el sur para trasladarse a la República” de Irlanda. En 1969, Belfast tenía unos 350.000 habitantes y “en los años inmediatamente posteriores, un diez por ciento de la población cambió de residencia”, constata Radden Keefe.

En términos deportivos, los católicos iban perdiendo. El núcleo duro de su resistencia, el IRA, era entonces un grupo en el que se mezclaban los nostálgicos, las viejas glorias que relataban sus hazañas mientras corría la cerveza y los discrepantes, que alentaban de formaba constante una posible escisión. Una minoría de estos últimos defendía tanto las formas de acción pacíficas como la necesidad de inscribir aquella lucha en un contexto más amplio, que desbordara el estricto marco nacionalistas para incorporarse a la lucha de clase.

Todos los debates se resolvieron cuando “una gran muchedumbre de manifestantes se congregó en Derry un gélido domingo por la tarde, en enero de 1972” y “paracaidistas británicos abrieron fuego contra la gente, causando trece muertos y quince heridos”. “El Bloody Sunday, como se lo conocería a partir de entonces, fue un punto de inflexión para el republicanismo irlandés”, escribe el autor de No digas nada.

Jean McConville y sus diez hijos malvivían de la exigua pensión militar de su difunto marido. Los tranquilizantes eran entonces un recurso común, de intenso consumo para combatir lo que se denominaba el “síndrome de Belfast”, una dolencia provocada por “vivir en un estado de terror constante, donde el enemigo no es fácil de identificar y la violencia es indiscriminada y arbitraria”. La descripción clínica del mal sirve también como descripción sociológica. El tabaco y el bingo eran las otras dos estrechas vías de escape de aquella mujer que, desde muy joven, con sus catorce embarazos, solo había conocido el estrés continuo de la maternidad y las carencias permanentes. A lo que se añadía un estigma: “Expulsados (los McConville) de East Belfast por ser demasiado católicos, en West Belfast los consideraban intrusos por ser demasiado protestantes”. Esa marca se hizo más profunda tras un oscuro suceso que propició que la viuda fuera sospechosa de colaborar con los británicos y desencadenó su tragedia.

En tres años, el número de soldados británicos destinados a Irlanda del Norte se había multiplicado por diez, hasta llegar a los 30.000. La falta de resultados frente al IRA llevó a tácticas de guerra sucia que hicieron más cruda la respuesta terrorista. En 1972, no había perdón para quien diera apariencia de ayudar a los que los republicanos consideraban una aplastante fuerza de ocupación. Al frente de una contestación armada que ya nada tenía que ver con el viejo IRA estaba Gerry Adams. Eso que de todos era sabido entonces se convirtió en una negación constante por parte de quien, casi dos décadas después, ya como líder del Sinn Féin, dio preferencia a la acción política para acabar apareciendo como uno de los artífices de la paz. “No soy miembro del IRA y nunca he pertenecido a esa organización”, sostendrá Adams con insistencia, un desmentido de efecto ambivalente al propiciar la apertura del núcleo duro hacia una salida negociada, pero también el rechazo de sus antiguos compañeros de armas, muchos de los cuales se vieron abandonados a un corrosivo arrepentimiento en soledad por las atrocidades cometidas. Es el caso de Brendan Hughes (“Hombre arrojado y astuto, capaz de planear cualquier tipo de operación”), que completaba con la capacidad de acción a un Adams con más “cerebro para analizar el contexto político y los entresijos del conflicto” y que “como el general que permanece detrás del frente de batalla, era conocido por eludir la violencia directa”.

Junto a ellos, Patrick Radden Keefe retrata a las hermanas Price, Dolours y Mary. En la primera, la mayor, se mezclan el glamour, la joven aventurera romántica y el terror, un combinado bien visible en la foto de la portada del libro. Condenadas por un atentado con coches bomba en el centro de Londres, sin víctimas mortales, ambas protagonizaron una de las huelgas de hambre más prolongadas de los presos del IRA. Casada años después con el actor Stephen Rea, Dolours Price murió en la cuarentena a consecuencia de las adicciones con las que aliviaba las secuelas físicas de la prolongada privación de alimento y, quizá también, la tortura de la memoria.

Todos esos nombres se tejen en torno al de la humilde viuda McConville, cuyo nombre pervivirá por la voluntad férrea de su hijos de aclarar lo ocurrido con su madre. “En 1992, la mayor de los hijos de Jean McConville, Anne, que había pasado toda su vida enferma, murió con treinta y nueve años. Al mirar a su hermana mayor en el ataúd, Helen se sorprendió de lo mucho que se parecía a Jean, y juró mentalmente hacer cuanto estuviera en su mano para averiguar qué había sucedido con su madre”. En ese empeño aflorarán cuarenta desaparecidos por el castigo del IRA a los chivatos, algunos de cuyos familiares pelearán por saber su destino en estrecha similitud con las madres argentinas de la plaza de Mayo. Esa persistencia derivará en la implicación del propio Gerry Adams en la desaparición de la viuda, en su detención y declaración ante el juez, sin consecuencias por tratarse ya de una figura consagrada para la historia como el pacificador del conflicto irlandés.

No digas nada es “no ficción-narrativa”: “Ni los diálogos ni los pormenores son inventados; si en algún momento describo los pensamientos de algún personaje es porque este me lo explicó así a mí, o a otras personas”, garantiza el autor. En lo que se cuenta hay muchos ecos de la aclamada Patria de Fernando Aramburu, exitosa como relato tomado del natural del caso vasco, con un visible fallo en su núcleo dramático, pero la de Radden Keefe es una verdad consistente. La diferencia está en el método periodístico, en la escuela de The New Yorker, a cuya redacción pertenece, en los cuatro años de trabajo, los nueve viajes a Irlanda del Norte y los centenares de entrevistas, muchas de ellas con personas que hicieron honor a la divisa del libro. “Si un tema me fascinaba en tanto que periodista era la negación colectiva: esas historias que las comunidades se cuentan a sí mismas a fin de asimilar acontecimientos trágicos o transgresores”. Por ello, esa forma de levantar una verdad constituye también una manera ineludible de abrir paso a la reconciliación.

El título del libro, No digas nada, es un parte del título de un poema de Seamus Heaney (“Digas lo que digas, no digas nada”), el premio Nobel de Literatura, que refleja el opresivo clima de silencio en que se movían quienes se vieron envueltos en el conflicto irlandés. Heaney buscó la forma poética de ese choque humano y Radden Keefe lo cita de nuevo en lo que podría ser el resumen final de su libro: “La Historia dice: No abrigues esperanzas a este lado de la tumba. Pero, una vez en la vida, la ansiada marea de la justicia puede subir para que esperanza e historia rimen”.